28 jul 2017

Cómo hacen el amor los rusos

No soy ferviente seguidora de la técnica rusa a la hora de tocar el violín. La mayoría de las veces me da la sensación de que carece de estilo, o mejor dicho, que se estanca en el llamado y conocido "estilo ruso" que, para mi gusto es casi perfecto para obras románticas, pasionales y avibratadas pero que pierde delicadeza y elegancia a la hora de tocar barroco, por ejemplo.
Una cosa que hago a menudo, y lo que intento aplicarme casi como filosofía a la hora de tocar, es pensar que al poner los dedos sobre el mastil, presionando las cuerdas o al pasar el arco lo hago de la misma forma en que acariciaría el cuerpo de quien amo.

El estilo barroco, en las sonatas y partitas de Bach para violín solo, por ejemplo, cada nota sería como una caricia improvisada. Improvisada sí, pero certera, y a la vez sutil y suave, como quien sabe justamente dónde pone la mano para lograr el escalofrío.
El clasicismo es más juguetón, busca las vueltas y recovecos del cuerpo al rozar la piel. Unas veces meloso, remolón y otras ladino, irónico, gracioso, como quien busca la risa al gastar una broma, o quien sorprende la carcajada involuntaria al descubrir el escondite de las cosquillas más recónditas.
El romanticismo da paso a la pasión y es, en mi opinión, como ya he dicho, lo que mejor se les da a estos rusos. Ya no es un roce despistado o una carantoña juguetona. Esto es el más puro sobamiento. No se busca la piel sino la carne y se pasa del breve erizamiento al casi orgasmo.
Es el punto febril que a veces buscan los cuerpos. Ya no es probarse sino beberse, de un trago fuerte, como vodka en Siberia, entrando en calor, como si cada dedo que tocara la piel o la cuerda derritiera una región entera en su vibrato, en su estremecimietno repentino y efímero.

Sí que veo, sí, un parecido fuerte entre tocar el violín y hacer el amor: cada uno a su manera, con su pasión y estilo, adoptando a veces los ajenos si la ocasión se presta, inspirándose en otros o aprendiendo paso a paso con la propia experiencia. Deja huella, como quien pisa nieve en los Urales. Y claro, al final queda lo más afín que tienen las dos cosas, el amor.


6 ago 2016

¿Qué puedo hacer yo ante el dolor ajeno?

Hace unas semanas fui a la Semana Negra de Gijón. En el recinto ferial, en un reducido espacio al aire libre, se exponían fotografías que representaban el horror de las familias de refugiados sirios. A modo de comparación, al lado de cada imagen había otra en la que se podían ver  refugiados españoles tras la última guerra civil. Vi las imágenes aislada de mis padres y amigos, sin posibilidad de comentar lo que me pasaba por la cabeza y el corazón en ese momento. Me impactaron muchísimo, incluso se me saltó alguna lágrima. Supongo que es como cuando vas a un museo tú solo, que eres más capaz de ahondar en ti mismo con cada cuadro mejor que si vas con alguien con quien comentarlo. Es otra forma de verlo, no quiere decir que sea mejor ni peor.



A cuenta de lo que me despertaron esas fotografías empecé a hablar con unos y otros de lo que podía suponer exponer aquello y acabé con un libro entre mis manos que, una vez leído y releído, recomiendo con fervor. Es de Susan Sontag, ensayista y directora. Se titula Ante el dolor de los demás y nos hace reflexionar sobre si las fotografías con un alto grado de violencia y sufrimiento han pasado a tener un fin meramente comercial o si es verdad que despiertan conciencias.

Si podemos empezar a hablar de algo es de los museos, esa institución que enclaustra toda suerte de lo que se considera socialmente arte. Es allí, pues, donde han de ir destinadas muchas fotografías de guerra para su posterior exhibición y conservación. Me hace suponer que exponer toda esa materia nos sirve para consolidar una memoria colectiva, que se llama. Bueno, pero, ¿existe realmente la memoria colectiva? “La memoria es individual porque no puede reproducirse y muere con cada persona”, cita, textualmente, Sontag. “Lo que sí que existe es una instrucción colectiva, que te digan que “esto” es importante y que “esta” es la historia de lo ocurrido”.

En los museos se expone lo que se interesa que la gente recuerde, al menos de forma inmediata, que es una capacidad intrínseca de las imágenes. Vivimos en la sociedad del espectáculo, eso es sabido por todos. “Toda situación ha de ser convertida en espectáculo a fin de que sea real, es decir, interesante, para nosotros. Las personas mismas anhelan convertirse en imágenes: celebridades”. En esta sociedad visual, recordar es, cada vez más, no tanto recordar una historia sino ser capaz de evocar una imagen.  Y quizá por eso sigue habiendo museos, la gente quiere ser capaz de visitar, de refrescar sus recuerdos. Sin embargo, ¿qué clase de recuerdos quieren que recordemos?

¿Nos hemos preguntado alguna vez por qué no hay un Museo de la Historia de la Esclavitud en Estados Unidos? “Está el Museo Conmemorativo del Holocausto y el Museo y Monumento al Genocidio Armenio pero todos ellos están dedicados a lo que no sucedió en Estados Unidos. Contar con un museo que haga la colosal crónica del crimen de la esclavitud africana en Estados Unidos sería reconocer que el mal se encuentra aquí, los estadounidenses prefieren pensar que el mal está allá. (…) Es un recuerdo cuya activación y creación son demasiado peligrosas para la estabilidad social”. Al fin y al cabo “la paz es olvidar. Para la reconciliación es necesario que la memoria sea limitada y defectuosa”. Quizá por esa misma razón tampoco encontramos en España un Museo Nacional de la Guerra Civil.

Pero, ¿por qué miramos estas imágenes? ¿Se trata de una cuestión de memoria selectiva únicamente? ¿No es también morbosidad? ¿Cuál es el verdadero objeto de exponerlas? ¿Hacer quizá un negocio del sufrimiento ajeno? ¿Hacernos sentir mal? ¿Buscar culpables? Hay un gusto por ver esas imágenes, ya sea en un museo, en el informativo, o en una película del sadismo más íntegro. Lo buscamos aunque sabemos que es un deseo indigno, como escribiera Platón en su República. Hay imágenes que nos despiertan un interés lascivo, y yo me pregunto si no tendrá algo que ver con la mímesis y la catarsis de la tragedia griega. ¿No será que necesitamos esa identificación con el sufrimiento simultánea a la purificación ritual que se produce al ser testigo de algo que puede pasarnos a nosotros pero que, por el momento, contemplamos como meros espectadores?

“Persiste la impresión de que la apetencia por semejantes imágenes es vulgar o baja, que tiene un objetivo comercial. A veces así es, aunque menos a menudo de lo que cabe imaginar, pues el fotógrafo/a en las calles en medio de un bombardeo corre tantos riesgos de morir como los ciudadanos a los que va siguiendo”.
Es verdad, también se busca plasmar el sufrimiento de esas víctimas. Ellas mismas son a veces las primeras interesadas en que quede vigente pero, eso sí, que sea tenido por único. Explica la autora el caso de un fotógrafo que expuso en la misma sala fotografías de atrocidades ocurridas en Sarajevo junto con otras realizadas antes en Somalia. Los habitantes de Sarajevo se ofendieron muchísimo apelando que aquello era comparar dos infiernos que nada tenían que ver.  
A fin de cuentas había un matiz racista en su indignación. La guerra siempre es la guerra. “No podemos imaginar lo espantosa, lo aterradora que es y cómo se convierte en naturalidad. Es lo que cada soldado, cada periodista, cada cooperante y observador independiente que ha pasado tiempo bajo el fuego, y ha tenido la suerte de eludir la muerte que ha fulminado a otros a su lado, siente con terquedad, y tiene razón”.

“La gente puede retraerse no solo porque un dieta regular de imágenes violentas la ha vuelto indiferente sino porque tiene miedo. (…) Porque no parece que una guerra, cualquier guerra, vaya a poder evitarse la gente responde menos a los horrores. La compasión es una emoción inestable, necesita traducirse en acciones o se marchita. La pregunta es ¿qué hacer con las emociones que han despertado? ¿Con el saber que se nos ha comunicado? Si sentimos que no hay nada que “nosotros” podamos hacer (pero, ¿quién es ese “nosotros”?) y nada que “ellos” puedan hacer tampoco (pero, ¿quién es ese “ellos”?) entonces comenzamos a sentirnos aburridos, cínicos y apáticos, y la pasividad es la que embota los sentimientos.

                                        Dead Troops Talk (Jeff Wall, 1992)


El problema no es que la gente recuerde por medio de fotografías, sino que solo recuerde las fotografías. El recordatorio por este medio eclipsa otras formas de entendimiento y de memoria y ya hemos visto que la sociedad en que vivimos da extrema importancia a la imagen. “Las fotografías pavorosas no pierden inevitablemente su poder para conmocionar. Pero no son de mucha ayuda si la tarea es la comprensión. Las narraciones pueden hacernos comprender”. Se debería, quizá, sentir la obligación de lo que implica mirarlas en la capacidad efectiva de asimilar lo que nos muestran. Y entonces nos preguntamos ¿qué emociones serían deseables? Optar por la simpatía, por ejemplo, sería demasiado simple. “Siempre que sentimos simpatía sentimos que no somos cómplices de las causas del sufrimiento”, esto es ajeno a nosotros, podemos apagar la tele cuando queramos. Así, “nuestra simpatía proclama nuestra ineficacia.” Quizá la solución sería “apartar esa simpatía por los acosados por la guerra y la política asesina a cambio de una reflexión sobre cómo nuestros privilegios están ubicados en el mismo mapa que su sufrimiento y pueden estar vinculados de manera que, acaso preferimos no imaginar, del mismo modo como la riqueza de algunos quizás implique la indigencia de otros es una tarea para la cual las imágenes dolorosas y conmovedoras solo ofrecen el primer estímulo”.

Al fin y al cabo reflexionar, pensar, crear conciencia. ¿Qué podemos hacer? No lo sé, no tengo claro al cien por cien qué puedo hacer yo. De momento las imágenes me empujaron a hablar del tema con gente de mi círculo, a despertarme un interés, a leer un libro, a escribir sobre ello… Quizá a ir formándome un criterio propio, mío, y no impuesto, que quizá, sea la primera forma de luchar.

10 ene 2016

Música y amor: una conquista utópica

Hoy fui a un concierto. El ambiente podría definirse como casi elitista; todas las mujeres llevaban chal y medias, los hombres, traje. No había jóvenes, apenas yo y otros tres amigos, el resto superaba con mucho los 25.
A pesar de todo aquella gente iba a disfrutar de la música, sin juzgar, sin tribunales, sin comparaciones, sin señalar quién era mejor que otro. O quizá fue solo mi impresión.

Cuando el compañero hizo sonar su cello no solo hizo sonar su cello. Las notas empezaron a volar por el cuarto, envolviéndonos a todos en un remolino de impresiones acústicas. Pero no, no solo hizo sonar su cello. Era mucho más, era sentir por los oídos un abrazo, sentir un vínculo que prácticamente era también visual. Verlos a ellos dos como uno solo, ver cómo lo abrazaba, volando por el mástil, acariciando las cuerdas con el arco. Ambos se escuchaban, manteniendo un diálogo interno que brotaba en cada vibración de la madera. Un diálogo que solo nos mostraba una mínima parte, compartiendo los sonidos, pero escondiéndonos algo mucho más profundo. Esa leve percepción de erotismo que nos mostraban, eso era la música; o al menos una pequeña parte de ella. En ese abrazo se entendía el disfrute, pero también el esfuerzo y la dedicación de uno y otro por llegar a conquistarse.

¿Qué es eso que nos invade por dentro, lo que nos hace cosquillas en el estómago y nos llega al corazón? ¿Qué es lo que dejamos ver como un cachito de copa pero que en el fondo tiene tan fuertes las raíces? Eso es la música. Y el amor.
Un concierto pocas veces es perfecto, por no convertirlo en un nunca, porque la perfección es algo subjetivo, algo utópico, inalcanzable, pero que, como decía Galeano, nos hace caminar. A veces pienso que cuando hacemos música es como hacer el amor. Pero en el estricto sentido de hacer el amor. Es decir, hacer el amor sonido. Hacer de algo abstracto algo casi tangible o, aunque sea, una parte perceptible por los sentidos. Vamos aprendiendo a hacer música como vamos aprendiendo a amar. Con esfuerzo, con algunas lágrimas, con muchas horas de dedicación, pero sobre todo, con ganas. Con ganas de sentir y de volar, de probar la libertad en el más puro significado de la misma. Eso es la música y también es el amor.

A quienes pregunten por qué estudiamos música, por muchas cosas, pero también para aprender a amar.






24 nov 2015

Whatsapp ha inventado un nuevo espacio-tiempo

"Han inventado un nuevo mundo para mantener entretenidos a los seres humanos". Cualquier película que fuera del palo de "1984", "V de vendetta" o "Un mundo feliz" podría empezar su trailer con una sentencia como la entrecomillada.

Hace algunos días charlaba con una amiga sobre el tema que tanto nos gusta tratar de los teléfonos y sus aplicaciones alienantes. De nuevo coincidíamos en lo útiles que son pero lo mal que se utilizan. Una vez le preguntaron a un psicólogo: si viniera un extraterrestre y le preguntara sobre el género humano, ¿qué le diría?, a lo que el psicólogo respondió, le diría que el género humano es aquel que teniendo en el bolsillo un dispositivo capaz de acceder a toda la información del mundo lo emplea para comunicarse con el que se sienta a su lado.

Un cuchillo sirve para cocinar, pero con él también puedes quitarle la vida a alguien.
A veces la metáfora se me asemeja a lo que ocurre con el whatsapp, pero de una manera más moderna y futurista. Tal y como acordaba con mi amiga, el whatsapp es capaz de crear un nuevo espacio-tiempo.

Vayamos por partes. El tiempo. Si nos paramos a pensar, el tiempo real y el tiempo de whatsapp distan bastante de seguir los mismos parámetros. Whatsapp crea una esfera de tiempo paralela, ralentiza nuestro tiempo, por lo que crea urgencias. Urgencias que, primero, no son urgentes pero que, segundo, las hacemos, precisamente, muy urgentes.
Si mientras estás tomando café con alguien esa persona permanece callada cinco escasos segundos, podemos considerarlo casi un silencio incómodo, una pausa demasiado larga en la conversación. Sin embargo, cinco segundos en una conversación por whatsapp apenas se perciben. De hecho si recibimos respuesta en este intervalo de tiempo consideramos que nuestro interlocutor es bastante rápido en sus contestaciones.
Con la urgencia de recibir esa respuesta somos capaces de alargar una conversación días, e incluso semanas. El tiempo de whatsapp se dilata y se dilata creando esa adicción cerebral, inherente a los seres humanos, de obtener respuestas.

En cuanto al espacio pasa algo similar. Crea nuevos espacios porque nos hace creer que todas las personas están en el teléfono. Algo que, si nos ponemos a pensar un poco, nos parecería del todo absurdo, pero que al final acabamos pensando inconscientemente. Tenemos a nuestra disposición a todo aquel que queramos, prácticamente con teclear unos botones. Y eso, a la larga, acaba convirtiéndonos en seres solitarios que creen no estar, en absoluto, solos.

Nos dan un tiempo y un espacio particular de cada uno, dándonos la capacidad de prescindir de aquel que nos pone en común a todos. Pequeños mundos en los que mantenernos entretenidos, creyéndonos juntos, pero solos, y filmando nuestra propia película.



26 oct 2015

Homenaje a las cosas cotidianas

Qué poco caso les hacemos a las cosas cotidianas. Y nos nos damos cuenta de lo importantes que son para nuestra vida diaria.

Prestémosle atención al desayuno, ese desesperado que nos recibe cada mañana sin más razón que la de ser devorado.
O qué me dicen de la almohada, aguantando pesadillas, sudores y lágrimas desde nuestra más tierna infancia; aunque bien es verdad que quizá es también el único testigo que tiene plena memoria de todos nuestros sueños.
El edredón, que, por cierto, es con lo que todos soñamos en invierno, es aquella cosa cotidiana que todas las noches te abraza, te arropa, te da calor, y que por las mañanas aguanta el hecho de que no hagas la cama, y te espera frío y desordenado hasta la noche.
Los calcetines. Una pareja trabajadora bajo condiciones no demasiado agradables. Hace tiempo que dejó de existir el Sindicato del Remiendo y cuando ya no sirven para el oficio se les jubila sin indemnización.
Por no citar las verdaderas condiciones inhumanas del papel higiénico o el cepillo de dientes. Están más que sabidas, cierto es, pero que sepan que me acuerdo.
El postre. Un elemento fundamental. Alguien que siempre tiene algo dulce que ofrecer para que no te vayas con mal sabor de boca.
O el lapicero, por ejemplo, que parecemos tenerlo en menos estima que su eclipsante compañero de trabajo, el boli. Sin embargo el lapicero sí nos permite errar y reparar, a pesar de que lo tajemos sin piedad con el sacapuntas enfebrecidos por un trazo más fino. Ahora, con la modernización, ha llegado el portaminas, más cómodo y práctico, y el lápiz ha pasado a ser un elemento prescindible en todo estuche, a pesar de ese olor a madera, tan único, que le caracterizaba.

Parece que hemos empezado a tener en cuenta los detalles más poéticos: los amaneceres, los atardeceres, el olor de la hierba mojada, la espuma del café, la lluvia en la cara, los remolinos de hojas en otoño... Pero de las cosas realmente cotidianas, y cosas en el más estricto sentido de la palabra, el tenedor, las bombillas, los imperdibles, los clips, los sobres de azúcar de las cafeterías... son cosas que si desaparecieran seguramente no sabríamos que lo habrían hecho, pero al mismo tiempo sentiríamos su ausencia.



7 oct 2015

El complicado asunto de ser dedicatorio


Regalar un libro no es ninguna broma. No se puede tomar a la ligera, ni como si se tratara de un obsequio igual a cualquier otro. Regalar un libro no es solo regalar una historia, regalar un libro es regalar una amplia gama de posibilidades. Posibilidades de pensar, de soñar, de desencadenar la toma de ciertas decisiones que quizá lleguen a ser de importancia...
Por eso es tan serio regalar un libro. Es como regalar un camino, un mapa, una puerta abierta hacia no se sabe dónde.

En mi caso hubo muchas puertas desde mi más tierna infancia. Mi tía tenía la costumbre de regalarme un libro casi cada vez que me veía. No le hacían falta razones de peso, como cumpleaños o fechas navideñas, cada vez que nos hacía una visita o mi madre iba a tomar un café a su casa y me llevaba con ella había un libro esperándome. Eran libros para niños, de esos que tienen muchos dibujos y pocas palabras, la mayoría no llegarían a 20 páginas, sin embargo a mí me hacía especial ilusión y así fui creando mi primera biblioteca y también mis primeras rutas.

Ahora bien, hay algo mucho más serio que regalar un libro y que es de casi vital importancia, algo que con su ausencia lograría casi la desnudez del mismo: la dedicatoria.

Si analizamos con exactitud lo que implica dedicar un libro comprobaremos fácilmente la relevancia del acto.
Para empezar, con la dedicatoria puedes ofrecer una ligera opinión personal del mapa que entregas, o del destino del mismo, lo cual influye en la perspectiva lectora del sujeto al que regalas.
Al dedicar un libro has de pensar algo conciso y breve, pero que a la vez esté lleno de significado sin descubrir toda la verdad que esconde el contenido del regalo. Para lograr esto es casi necesaria toda una estrategia.

A veces me recuerda un poco a cuando escribes un poema: algo breve, conciso y lleno de significado. En un poema no dices todo claro, porque dejas que el lector deduzca la propia esencia del mismo y se convierta en algo subjetivo. Eso es lo bello, dar solo media parte para dejar que la otra mitad sea siempre distinta.
Una dedicatoria no llega siquiera a media parte, pero ha de tener poder para arrancar al lector a emboscarse en el libro, a bebérselo y a desearlo. Y ahí está lo complicado del asunto.
Dar solo un trocito de ti dedicando algo que va a pasar a ser quizá una gran parte del otro.
No cabe duda, no es ninguna broma.