19 mar 2014

Verde te quiero

 Todos los colores nos dicen algo. El rojo es  la pasión, el amor desenfrenado y sin miedo; el azul la calma, la tranquilidad, el sosiego del mar y el mecer de un cielo despejado; el blanco la pureza, lo intocable, lo incomprensible de la nieve que brota tierna y pisa suavemente la tierra que nunca antes ha visto; el verde la esperanza, la esperanza…
Si leemos a Lorca en clase y además vivo en una calle, casi en medio del campo, que lleva su nombre, es inevitable preguntarse por la importancia del verde, ya no en el texto, sino en la vida misma.
¿Por qué amaba tanto el verde Lorca? El verde de esa piel suave, que es el anhelo de caricia convertido en mirada, un verde atrayente. El verde de un pelo alborotado, con ansias de libertad, un verde libre. El verde de unas pupilas profundas como un bosque, frondosas de vida y de ganas de vivirla, un verde vivo. El verde de una risa alegre, que se atreve a ser oída, un verde valiente, un verde sin miedo al mundo.
Parece que así era Lorca, o así quería ser, al menos. Y me da la sensación de que plasmando en sus versos su verde amor quiso dejar constancia de ello. Quizá pretendiera dar una lección a esa sociedad y a ese sistema del que se veía, fatalmente, rodeado, y que no permitía siquiera plantearse la idea de saborear ese verdor, ahogando el mundo en colores cenicientos. Tampoco ha cambiado tanto de antes ahora, los tonos grises siguen siendo dominantes incluso en primavera.
Sería bonito proponérselo, proponerse sentir esa piel aceitunada, oler ese pelo emboscado y adentrarse en esa mirada de vida, pero sobre todo, qué bonito sería escuchar esa fresca risa de Lorca, atrevida, sencilla pero clara, que dice exactamente lo que quiere decir. Esa risa que ama la esperanza del verde.
Si somos capaces de todo esto, entonces quizá lleguemos al galope escondido que hay dentro de nosotros y salgamos a correr la vida.
No cabe duda, hay que vestirse de verde.



18 mar 2014

Los robles peregrinos

“La vida no se detiene. ¿De qué sirve correr las cortinas y empeñarse en gritar que es de noche?”
A veces tendemos a incubar un recuerdo agradable al calor de nuestro corazón y no queremos dejar de hacerlo por miedo a que se enfríe y muera, pero la mayoría de las veces esos recuerdos están tan bien arraigados que ni los vientos más fuertes son capaces de arrebatárnoslos. 
Ese miedo al abandono de un recuerdo es el mismo que nos hace llorar por la cosecha perdida en vez de sembrar una nueva, sin darnos cuenta de que, efectivamente, vale más. Y es el culpable, igualmente, de que nos olvidemos del temblor alegre que estalla en la cintura y te hace aflojar las rodillas y bailar el corazón, eso que, comúnmente, llamamos risa.
Lo que vengo a querer decir desde hace un rato es que el arraigo obsesivo al pasado, por hermoso que fuera, y sumándole toda la idealización que le brindamos nosotros mismos, nos priva de la belleza del momento que tenemos delante, y pone de manifiesto el peligro con el que se caracterizan todas las oportunidades: que pasan de largo.
No podemos caminar nuestra senda a ciegas o mirando hacia atrás, porque en un momento o en otro tropezaremos y nos abriremos la cabeza. Debemos ir con la filosofía de Telva, cogiendo las palabras difíciles sin miedo, como las brasas en los dedos, entrar como Adela allá donde vayamos, como un golpe de viento que abre todas las ventanas, y aceptar que siempre podemos encontrarnos con una peregrina de piel blanca en el camino que tenga el poder de cambiar nuestro destino.

Pero sobre todo debemos tener presente que las palabras y los recuerdos no se borran con un golpe de aire como pueden hacerlo las flores de cerezo, esos permanecerán ahí, dentro de nosotros, aunque sigamos caminando. Pero debemos caminar, y también debemos crecer como un roble, a quien, efectivamente, cuesta trabajo hincarle un hacha; pero todos los años da flores.