6 dic 2014

El gran amor

Teniendo en cuenta que no tenía en mi cuerpo ninguna sustancia extraña ni droga de ningún tipo me atrevo a contar y a hacer pública la extraña experiencia que me aconteció hace algunos días durante el acalorado estudio en la cabina, anterior a un examen de violín. Para los que lo entiendan, pero también para los que no.

No tenía sensación de nervios sino de excitación, nervios bueno, vamos a llamarlos. Hay una gran diferencia, mi estómago se retorcía un poco, mariposillas y esas extrañas metáforas que se dicen, pero no estaba agobiada sino contenta, con ganas de salir a demostrar lo que había trabajado. Las ganas es lo que marcan la diferencia.
Empecé con los pasajes más difíciles para calentar los dedos y luego toqué de arriba a abajo la obra para rodarla. Y de repente llegué a un punto en el que parecía que me había teletransportado a otra dimensión, como en aquel episodio matrix de los Simpsons.
Empecé a sentir como el propio sonido del violín se iba adhiriendo a mi cuello, a mi clavícula, a mi hombro, como pequeños brazos de armónicos que rebotaban en mi cuerpo contagiándolo de sonido. No era una sensación desagradable ni pegajosa sino de lo más placentera.
Seguí tocando y las vibraciones del violín empezaron a vibrar de la misma forma, a la misma velocidad, que las mías propias. Ya no me parecía un instrumento de madera sino un auténtico ser vivo; y ni siquiera un ser vivo que yo sostenía con mi abrazo sino que éramos un ser vivo, como un apéndice imprescindible de mí, un solo cuerpo que vibraba a tempo.
La misma sensación que cuando haces el amor con alguien, los cuerpos vibran de la misma manera, con la misma excitación, al compás, fundiéndose en uno solo, en un todo.

Fueron treinta segundos de clímax absoluto, de instante eterno e inolvidable, pero bastaron para darme cuenta de que merece la pena. De que todos los llantos, las frustraciones, las horas, el esfuerzo, de que todo, absolutamente todo, merece la pena por ese instante.

La música es como un gran amor. Desde fuera puede dar la sensación de que no vale la pena, de que te trata mal, no te deja tiempo para ti y no te trae más que disgustos, o al menos que estos pesan mucho más, pero desde dentro, se siente un instante, repetido quizá solo cuatro o cinco veces en la vida, en el que sabes que, esos treinta segundos lo compensan absolutamente todo.




21 nov 2014

Bravo

Es realmente difícil expresar lo que te hace sentir la música solo con palabras.
En realidad toda forma de arte es difícil de explicar solo con palabras, pero en concreto la música es un arte que te entra muy dentro, tan directo al alma que es perceptible con apenas un roce; y las caricias del alma son realmente inexplicables.
A pesar de todo me entran ganas de explicar lo que se siente aunque solo sea para dejar constancia de ello, y sabiendo que un 80% quedará fuera de todo intento descriptivo.

De pequeña me hablaban de tocar metido en tu burbuja; yo no lo entendía. Seguía saliendo al escenario cada vez más nerviosa y con temblor hasta las pestañas. Ya no solo, por supuesto, no creaba ninguna burbuja sino que me daba la sensación de que el sonido huía de mi cuerpo y del de mi violín por cada nota que tocaba. Pero el otro día por fin lo entendí. Entendí que crear una burbuja es agarrar el sonido, suavemente, sin forzarlo, cogerlo de la mano, besarlo, abrazarlo, seducirlo y al fin fundirte realmente con él. Una burbuja es un campo de fuerza que se crea a partir de esa fusión. Un campo de fuerza en el que te sientes invencible, en el que estás completamente segura y eres consciente de que solo existís el sonido y tú.
Hacer el amor con el sonido, eso es lo que se siente. Desde los preliminares hasta el clímax más absoluto. Estar ahí delante y sentir que poco a poco vas camino de un instante en el que te haces eterno. Y sientes eso, ya no existe nadie. Es entonces cuando empieza a surgir la burbuja, a crearse conforme vas vibrando.
Cada armónico suena en cada uno de los huesos de tu cuerpo, como si el instrumento fuera un apéndice, una parte más de ti. Llega un momento en el que el tiempo parece ir más despacio y eres consciente de la excitación de cada poro de tu piel. Un momento en el que no eres tú, sino que sois un todo.
A veces entran ganas de llorar, porque el cuerpo parece que no puede abarcar dos almas tan grandes, o, según se vea, una sola aumentada casi al doble su tamaño. No son nervios lo que se siente, no, es pura excitación, una excitación similar a la que se siente al amar a alguien. Como dice la canción de Extremoduro, "ama, ama, y ensancha el alma" yo diría "toca, toca, y ensancha el alma". Eso es música, el ensanchamiento del alma. Y todavía se extrañan algunos de que se dé la vida por ella.

Encontré esa sensación otra vez justo anoche, esta vez en un bar con poca luz y mucha gente; pero esta vez la burbuja no partía de un solo cuerpo ni tampoco solo de un alma. Esta vez la fuerza que se creaba partía de cuatro almas cada vez más grandes. Almas que resonaban la una en los armónicos de las otras cada vez que un sonido se desprendía de sus cuerdas. 
A veces cerraba los ojos y sentía cómo era flotar dentro de algo que la gente que nos miraba no podía comprender.

Cuando acabamos, con los ojos vidriosos, no hicieron falta palabras, sabíamos que esta vez el verbo quedaba relegado a un segundo plano. Solo nos sonreímos y sentimos como el campo de fuerza que había creado nuestro instante eterno se iba deshaciendo al compás de los acalorados aplausos.
Entonces fue cuando valieron la pena los llantos, los gritos, las discusiones, las frustraciones, pero también las risas, las miradas cómplices y el trabajo bien hecho.

Es ahora cuando vale la pena el amor, el arte y la música.
Ahora y siempre.
Cordialmente. 


9 oct 2014

El entrañable señor de la cuesta

Algo bueno de no tener carné de conducir es poder contemplar el amanecer desde el autobús, el roce del aire fresco en la cara, que te despeja el sueño, pero no los sueños, mientras bajas la cuesta, o que el entrañable hombrecillo que todas las mañanas pasea a su perro viejito te salude con su voz matutina, ronca, pero siempre alegre a pesar de las tempranas horas.



Da igual qué le digas, le digas lo que le digas él siempre te va a contestar "Hasta luego, maja".
"Hola, buenos días" "Hasta luego, maja", "¿Qué tal? buenas tardes" "Hasta luego maja", "Adiós, adiós, que pierdo el bus..." "Hasta luego, maja". Analicemos el mensaje: "hasta luego", que no "adiós", lo que ya implica una despedida abierta y no una definitiva, sabe que volverás a pasar por allí y es consciente de ello. "Maja", que no "bonita" ni "guapa", no, el adjetivo está bien elegido para no comprometer a ninguno de los sujetos.
Bueno, al final seguro que no lo ha pensado tanto y en el fondo es un mensaje simple, sin mayor relevancia. Sin embargo lo importante es que saluda siempre y siempre se para cuando pasas y no saluda queriendo no perder el tiempo en ello.

En estos tiempos grises, cuando parece que el terror y el miedo en general, acuciado casi por el cercano halloween, ganan terreno, cuando solo se habla de cosas tristes y las noticias amargan, cuando solo comentamos cuán mal está el mundo, conviene fijarse en estas cosas:
En el bibliotecario que trapichea un poco, como si fuera algo ilegalísimo, y sin que no lo sepáis más que él y tú te renueve un buen libro que no has tenido aun tiempo de leer y se despida con un afable "¡Que lo disfrutes, preciosa!", o el camarero de la cafetería de la esquina que te dice cuando llegas: "Va a ser lo de siempre, ¿verdad? café y pincho de empanada", o el conserje que se hace el malo pero que bromea hasta darte una cabina a pesar de no tener el imprescindible permiso.
Conviene fijarse en las personas que hacen que se curven un poquito las comisuras entre tanta moda del ceño fruncido; la mamá que compra trufas y las esconde en la nevera, la amiga que te trae un bizcocho y mermelada casera a casa aunque solo se quede media hora o el amigo que prefiere dejarte su cómoda cama y dormir él en un sofá cochambroso.

Por favor, hay que ser amables, porque cuando la protagonista de este tiempo es la aterradora "niña de la curva" nos conviene fijarnos, aunque solo sea por salud, en el entrañable señor de la cuesta.

27 sept 2014

Egoísmo

"Es la debilidad del hombre lo que lo hace más sociable; son nuestras comunes miserias las que inclinan nuestros corazones a la humanidad; si no fuésemos hombres no le deberíamos nada. Todo apego es un signo de insuficiencia; si cada uno de nosotros no tuviese ninguna necesidad de los demás ni siquiera pensaría en unirse a ellos. Así, de nuestra misma deficiencia nace nuestra frágil dicha. Un ser verdaderamente feliz es un ser solitario: solo Dios goza de una felicidad absoluta; pero, ¿quién de nosotros tiene idea de cosa semejante? Si alguien imperfecto pudiera bastarse a sí mismo, ¿de qué gozaría según nosotros? Estaría solo, sería desdichado. Yo no concibo que quien no tiene necesidad de nada pueda amar algo; y yo no concibo que quien no ame nada pueda ser feliz".
(Jean-Jacques Rousseau, Emilio)



El egoísmo está considerado una cualidad mala para el hombre. Su estricto sentido de centrarse en uno mismo (ego: yo e -ísmo: practica de) en nuestra sociedad se considera nocivo y te educan para que te fundes en eso. Pero la teoría y la práctica a veces no se llevan del todo bien.
Por ejemplo, en la teoría un padre enseñará a su hijo que debe compartir con sus compañeros sus juguetes, pero luego, en la práctica, no dejará que coja su taza del desayuno porque "es la taza de papá".
Nos convierten en seres materiales, egocéntricos obnubilados obsesionados con un "yo, me mí, conmigo" que le viene muy bien al sistema imperante en el que estamos adheridos pegajosamente, como moscas en una enorme telaraña. "Cada uno con su taza y dios en la de todos", nos dicen subliminalmente; y así cada uno comprará su propia, exclusiva y personal taza de desayuno.

El mundo se llena de hipócritas que hablan de solidaridad y ensalzan el verbo compartir pero que luego no tienen más horizonte que su propia nariz. Nos volvemos mentirosos, y no solo con el resto del mundo, que evidentemente, sino especialmente con nosotros mismos, que es lo grave.
En realidad no somos egoístas, no somos egocéntricos, en realidad somos sistemistas, sistecéntricos, fieles no a nosotros mismos, como nos hacen creer, ni tampoco al resto como pretenden, falsamente, que aprendamos.
Solo somos siervos de un sistema, porque si realmente fuéramos egoístas, nos centráramos en la práctica de nosotros mismos, en nuestro "yo persona", no por ello dejaríamos de lado a los otros. Para ser persona hay que tratar al resto como a personas, ya que si no corres el riesgo de perder tu humanidad y todo lo que ello conlleva: una meta humana, que es tu naturaleza.

Pensemos pues la paradoja: Un sistema nos dice de no ser egoístas para convertirnos en sistemistas a su antojo pero si realmente te centras en cada ser humano como persona, es decir, tratas a los demás como iguales. lo haces por ti mismo, como un completo y auténtico egoísta.
Interesante.

20 sept 2014

¿Qué hacíamos cuando esperábamos?

18.55 de la tarde. Vaya, llego pronto, cinco minutos antes de lo previsto. Hay más gente esperando, van llegando. Qué vergüenza llegar los primeros... a ver, saquemos todos el móvil para no concentrarnos los unos en los otros. Imagínate qué liada si no tuviéramos pantallas en las que sumergirnos en estas situaciones incómodas, ¿qué haríamos cuando esperásemos? ¿mirarnos? ¿hablar? ¿pensar un poco?
¿Qué hacíamos cuando no teníamos teléfonos y nos tocaba esperar por haber llegado los primeros?





A lo largo de mi paseo hasta la plaza me fijé en grandes grupos de amigos, imagino que serían, sentados alrededor de una mesa hablando... bueno no, callados, cada uno mirando hacia abajo, con un aparatito que les iluminaba el rostro. Seguro que estarían quedando con alguien, o hablando de algo importante, no vamos a ser injustos, seguro que había una buena razón, pero es curiosa la paradoja: quedas con alguien para, se entiende, hablar de algo interesante, o de cosas que te importan y, cuando al fin tienes delante a esa persona, decides que corre más prisa quedar con otra para hablar de otras cosas importantes. Entramos así en un circulo vicioso absurdo y que se me antoja bastante incomprensible; quedar con alguien para, mientras estás con esa alguien, quedar con otro alguien, y cuando al fin estás con esa persona volver a quedar con la anterior para repetir lo mismo. Al final siempre se queda pero nunca se hablan esas cosas importantes.

Dos personas llegan al tiempo a la plaza. Ni siquiera se molestan en mirar alrededor. "Qué mal voy a quedar, por dios, como una boba mirando a ver si ha llegado o no mi cita... mejor que me busque ella". El joven es inglés y la chica española, ambos sumergidos en su móvil. Han quedado para un intercambio bilingüe, una conversación, han quedado para hablar, y solo me doy cuenta cuando, un cuarto de hora después de haber llegado, los dos a la vez, a la plaza, al chico se le ocurre, por una casualidad de la vida, levantar la mirada y percatarse de que justo en frente hay una chica que parece esperar a alguien. Vaya, quince minutos de interesante charla perdidos.

Me doy cuenta de que nos pone muy nerviosos esperar y que lo único que nos alivia de ese pesar y esa vergüenza de llegar unos minutos antes, es sumirnos en la luz divina y venerada de nuestros smartphones. ¿Podemos recordar lo que hacíamos cuando esperábamos? ¿Nos poníamos igual de nerviosos sabiendo que estábamos solos, porque aún no había llegado nuestra cita, pero a la vez estando rodeados de gente?

El ser humano tiene miedo de estar solo pero no sabe vivir en sociedad.
A lo mejor en vez de sumergirnos en pantallas podríamos hacerlo en libretas, e incluso quizá resultáramos más interesantes.


4 sept 2014

Ser un genio

    Hace unos días tuve el gusto de escuchar una clase de violín de Sergey Fatkulin en la que un amigo tocaba el rondó capriccioso de Saint Saëns. Entre otro buenos comentarios que hizo, el profesor nos hizo una pregunta: qué es ser virtuoso. Ambos contestamos parecido: velocidad de dedos, buena técnica, soltura, perfeccionamiento... Fatkulin se sorprendió notablemente con nuestras respuestas ya que para él, que se había pasado unos cuantos años perfeccionando su español, entendía que una persona virtuosa es aquella que posee una virtud, es decir, alguien que tiene algo especial que le caracteriza y hace único, y no se equivocaba. Un virtuoso es aquel que domina una técnica o arte extraordinariamente, y doy especial énfasis a la palabra "extraordinariamente".

    Ser un genio, a eso se reduce. Y parece que todos queremos ser genios, poseer una virtud, porque eso es lo que va a hacernos únicos y nos va a diferenciar del resto. Por otro lado la meta de todo hombre, su objetivo último, y esto es sabido desde el inicio de los tiempos y las primeras filosofías, es la felicidad; así, se entiende que si deseamos ser un genio es porque creemos que de esta forma seremos más felices.

    He visto tocar a niños de 13 años, de 11, obras que gente de 25, con máster, aún está perfeccionando. Son auténticos genios, sean felices o no, transmiten, son únicos, marcan la diferencia. Son el claro ejemplo de genio que buscábamos.
La pregunta que me hago, sin embargo no es la mil veces citada de si un genio puede ser feliz, sino si un genio es feliz por el mero hecho de ser genio. Creo que nos equivocamos al pensar que es la genialidad la que otorga la felicidad. La genialidad está, es innata, que se desarrolle o no ya es otra cosa. Parece que los genios viven en esa costumbre de ser genios y que quien no lo es pretende alcanzar su meta de ser feliz convirtiéndose, y mientras tanto vive en una infelicidad impuesta por su categoría de mediocre, sin embargo, ¿seríamos de verdad felices siendo genios? y los genios, ¿son felices? pero sobre todo, ¿son felices por ser genios?

Dejando de liar la madeja precipito mi conclusión: ni los genios tienen la obligación de ser felices, ni los que no lo son la de ser infelices. La genialidad va por un lado y la felicidad por otro.
Quizá convenga que haya mas felices que genios para que quizá entonces haya muchos genios felices.



14 jun 2014

Qué feliz es el dinero haciéndonos felices

La gente va a los centros comerciales a pasearse y yo sigo sin creérmelo. Ir a un edificio lleno de tiendas que está lejos de todo a pasearte, para no comprarte nada y sin necesidad de comprarte nada, solo por el hecho de pasear. Por dios, ¡mejor pasear por el campo por mucha alergia que tengas!



Ayer fui a un concierto didáctico sobre Bach, ¡sobre Bach! Sí, habéis leído bien. Pero había mucha menos gente que la que esta mañana he visto en el centro comercial.
Me preocupa que se vea más necesario llenarse el bolsillo que llenarse el espíritu, y es que es gracioso ver que cuando te preguntan si el dinero da la felicidad todos contestamos que no; contestamos que no pero no somos demasiado consecuentes. Si usamos un maldito centro comercial como lugar de recreo nos contradecimos completa y absolutamente en nuestra tan segura afirmación de que el dinero no nos hace felices. El concierto de ayer era completamente gratis, y, me permito decir, bastante más entretenido que una tienda de ropa, y aun así había asientos libres. Soy poco comprensiva, supongo, y me faltará empatía para comprender a quienes son felices mirando trapitos y son incapaces de serlo escuchando a Bach.
A lo mejor es lo que se nos inculca poquito a poco desde pequeños: "El dinero no da la felicidad, niños, pero os voy a comprar un juguetito cada vez que os comáis la verdura". E incluso más adelante: ¿Un billete de diez euros por cada examen de lengua que apruebes? Por favor, he sido testigo de situaciones tan surreales como estas y no puedo evitar asustarme. Me doy cuenta de que desde niños nos enseñan que estudiamos únicamente para, a posteriori, ganar dinero, pero siempre bajo la protección de la sentencia "el dinero no da la felicidad", que parece que nos despoja del sentimiento de culpa. Absurdo. Siempre nos han dicho que nuestro objetivo en la vida es ser felices, entonces el niño se preguntará: si estudiamos porque nos dan dinero y el dinero no da la felicidad, ¿para qué estudiamos? 
El placer de leer por leer, de estudiar una egagrópila por mera curiosidad o de escuchar y aprender la música de Bach sin ningún fin utilitarista se nos antoja banal y absurdo porque nos han dicho que es así. 

Nos hacen decir que el dinero no da la felicidad cuando en realidad deberíamos decidir por nosotros mismos qué es lo que nos hace felices sin necesidad de que nadie nos lo diga. Darnos cuenta de lo poco consecuentes que somos, pero darnos cuenta solos.

Cada vez hay más centros comerciales y menos conciertos, como cada vez hay más masa y menos personas.

2 jun 2014

La sonrisa de la memoria

A veces cuando caminas por la calle piensas en algo que te lleva a otro pensamiento que a su vez se engarza a otro. Al final el primero no tiene nada que ver con el último pero si no hubiera sido por éste, el otro nunca habría aparecido. Qué curiosa la mente, la memoria, que une a la velocidad del pensamiento un recuerdo con otro, instantes vividos, e incluso, en ocasiones, los deforma a su antojo.



El otro día conté cincuenta personas, cincuenta, con el móvil de la mano desde la cafetería de la plaza hasta la universidad. Pasé en frente de una bombonería donde antes había otra en cuya puerta de cristal había escrito: prohibida la entrada a todo aquel que no sea dulce trufa. Me acordé del vergonzoso momento de sacarle una foto a una puerta de cristal mientras, desde dentro, la dependienta te mira con la boca torcida. No pude evitarlo y solté una carcajada. Justo en ese momento una chica levantó la vista de su teléfono y me dedicó una mirada extrañada e incluso un poco ofendida, quizá pensaba que me reía de ella. A mí casi ni me dio rabia, sino más bien lástima. Seguramente ella también sonreirá a su pantalla táctil cuando le escriban algo bonito o le manden una foto graciosa, pero no es lo mismo sonreirle a un teléfono que sonreír al aire; no luce tanto, supongo. Bueno, independientemente de eso, lo que me hizo gracia a mí fue su mirada sorprendida al verme a mí sonreír sin motivo aparente. Seguro que si ella viera esa frase le sacaría una foto para mandársela a alguien. Mmm, y yo, ¿la saqué en su momento para enviársela a alguien? capturar un momento de felicidad, de alegría en un dispositivo y poder transmitir ese momento a quien quieras. La verdad que cada vez que lo pienso me vuelve a sorprender. Luego lo pienso mejor y me parece banalizar esos momentos. ¿A quién quieres demostrar que estás feliz? ¡Contigo mismo te basta y te sobra!, pero no, hay ahí un empeño que me inquieta. Bueno, las demostraciones son importantes, sobre todo las de afecto, como te falten las demostraciones de afecto estás perdido, y mira que le cuesta a la gente. Le cuesta... "¡Cómo cuesta la cuesta!" decía mi madre cuando subíamos en bici la cuesta de casa. Buf, pero hace mucho de eso. ¡Qué ganas de montar en bici! oler el aire, escuchar un nuevo mundo de Dvorak mientras idealizas un poco el de verdad... mañana iré en bici. Bueno aunque igual hace viento... ¡pero me quejaré yo de viento! para viento el que había en Coruña aquel día que las olas rompieron la barandilla. ¡Qué buen fin de semana pasé! Buah, y la ola que empapó a Manu...
Solté otra carcajada y un señor muy bien vestido, seguramente recién salido de una reunión, levanta la vista de su "teléfono inteligente". 
Mientras sumo mentalmente cincuenta y una personas a la lista sonrío pensando en la poca relación que tienen los bombones con las olas de Coruña. Bueno, igual no tan poca.

25 may 2014

Rostros de bus

Al entrar me recibe un silencio sepulcral. Todos están sentados excepto una mujer que se apoya en su paraguas y un hombre que se recuesta pesadamente en la ventana. Como si algo muy trascendente acabara de pasar, todas las miradas se vuelven hacia mí. "Cuánto tedio", pienso, y me siento haciendo malabares con el violín y la mochila mientras el autobús hace la curva. El resto de los presentes se deleita mirando el insustancial espectáculo matutino.


Realmente hay mucho silencio. En frente tengo a un señor con bigote que agarra una bolsa entre sus piernas. Le observo; me hacen gracia los señores con bigote, cuando se ponen nerviosos son incapaces de no moverlo.
Una señora mayor con un abrigo rojo se queda mirando al vacío. ¿En qué estará pensando? Creo que en sus nietos y en que le duele un juanete, porque retuerce el pie de manera extraña, pero su cara tiene una expresión tierna.
En frente de ella está una mujer sentada con las piernas apretadas y medio de puntillas. En un empeño por parecer menos madura se ha puesto unos leguins apretadísimos y unas botas con cadenas. Tiene un abrigo de leopardo y en su dedo anular luce un anillo tan desmesuradamente grande que me hace plantearme cómo escribirá con aquello puesto. Se mira las uñas, debe estar pensando que el color que ha elegido es demasiado cálido para el frío que hace esa mañana.
Una adolescente con una raya de ojos muy negra y gruesa, y con el pelo por la cara, mira por la ventana empañada mientras escucha música con unos cascos enormes. No sé si está un poco triste o quiere adoptar una pose de indiferencia arisca y seria para ocultar lo que verdaderamente siente.
Un señor con incipiente calva cruza las piernas y sostiene, entrecruzando también sus manos, un paraguas verde oscuro bastante feo.Parece que quiere tener el menor contacto posible con el asiento del bus, ni siquiera apoya la espalda. Me pregunto qué impertinente razón le habrá llevado a coger el transporte público que, según demuestra la altivez de sus cejas, tanto infravalora.
Al fondo hay un par de chicas con mochilas de colegio, bueno, quizá ya de instituto, que están muy interesadas en la conversación que les ofrecen sus respectivos teléfonos. A veces se les ilumina la cara, pero creo que más que por la emoción que pueda tener la charla, es por el brillo de la pantalla.
Una señora se mordisquea el labio mientras temblequea su pierna izquierda insistentemente. Llega tarde, seguro.
A su lado hay una mujer con unas gafas de sol enormes. Se cree que no se le ven los ojos, que analizan, con una pizca de desprecio, todos los movimientos de su compañera de asiento. Solo se explica que lleve gafas de sol para pasar desapercibida en su afición por examinar tan sin reparo a la gente, porque en realidad está lloviendo. Me sorprenden sus labios tan perfectamente perfilados. ¿Cuánto habrá tardado? Solo hay dos posibilidades: O ha tardado mucho, o no ha tardado nada por hacerlo todos los días. De una forma u otra su cara sigue sin decirme nada.
De repente se me ocurre volver la cabeza y me encuentro otros ojos que me observan. Enseguida aparto la mirada y, en mitad de ese silencio, que nunca imaginé que pudiera tener tanto protagonismo en el transporte público, me pregunto si esa otra persona que me miraba estaría analizando, como yo, los rostros del bus.


13 may 2014

Dialogar sin palabras

Ya había oído maravillas del cuarteto, pero nunca imaginé que fuera para tanto.
Salieron al escenario con la naturalidad de quien se despierta cada mañana, y ya daba gusto verles tan confiados. Su tranquilidad aseguraba la calidad del concierto.
El cuarteto Disonancia de Mozart no hizo más que abrir boca; dialogaban sin palabras. Les bastaba la música que les había dejado el joven clásico y cuatro arcos barrocos para trasmitir todo lo que querían decir.
Llegaron las Metamorphosis nocturnas de Ligeti, y no fueron menos. Ante los ojos aparecía una mariposa recientita dando sus primeros aleteos tras la laboriosa tarea de bordarse en su crisálida. Y todo sobre unos intervalos de segundas mayores ascendentes que la iban esbozando en el aire del teatro. Mientras tocaban, cada uno de los componentes del cuarteto parecía estar expectante con quien tenía al lado. Se sorprendían en cada acorde que sonaba, como si aquello que, seguro, tantas veces habían ensayado lo tocaran por primera vez. Y ahí es donde estaba la magia. Tuve la suerte de colocarme lo suficientemente cerca como para oír el golpe de los dedos de la violín primero en la madera al pisar la cuerda, y me hacía sentir las notas más cerca de mí.
Con el cuarteto en do menor de Brahms, la última obra, no nos dejaron menos sorprendidos. Había amor entre nota y nota. Los instrumentos se saboreaban, unas veces dulcemente y otras con la pasión que solo aflora a través de la música. Respiraban a tempo y su latido iba exactamente al mismo ritmo, si no no me explico cómo se puede tocar así.
No hablaron hasta el momento de presentar el pequeño bis que traían preparado, una pequeña romanza de Enrique Granados, pero no les hizo falta porque nos dijeron todo lo que nos querían decir, y a nosotros nos dejaron sin palabras


4 may 2014

Nuestro canto de mirlo

Según supe, por fuentes fiables, hace bien poco, los mirlos no tienen un canto común, como pueden tenerlo los gorriones o los ruiseñores, que cantan todos del mismo modo, dentro de su tipo. Los mirlos no, cada mirlo, por separado, tiene un canto característico, propio solo de él mismo.

Qué curioso se me antoja que cada pequeño pajarito de estos de plumaje negro y pico anaranjado tenga su propia forma de hablar, su personalidad. Todos se entienden entre ellos, claro, no les queda otra para poder perpetuar la especie, pero soy incapaz de no relacionar los mirlos con las personas, si esto es así.

Cada persona también habla de una forma particular, de una manera personal y única, o al menos eso sería lo ideal, reflejando en sus palabras las distintas influencias, sentimientos y experiencias que ha tenido a lo largo de su vida, creando su propio canto de mirlo. Pero hay quién no lo tiene, quien quizá no se atreve realmente a darle forma, quien ahoga su canto, ya sea conscientemente o sin querer hacerlo. ¡Qué lástima dejarse llevar por los cantos estándares que pululan en fila, sin rumbo a cualquier parte!
Siempre hay que tener rumbo, aunque no se sepa a ciencia cierta dónde ir. Una vez una amiga me dijo que lo importante no es sólo saber dónde vas, sino saber dónde estás en cada momento.

No hay que dejarse llevar por otros cantos sino tener muy claro por qué canto, a quién le canto y cómo canto.



5 abr 2014

Conversación de ascensor

Ascensor. (Del lat. ascensor, -ōris). 
1. m. Aparato para trasladar personas de unos a otros pisos. 
2. m. montacargas.

Para empezar nunca está esperándote en el piso en el que estás para subir o bajar, pero cuando, por maravillosa casualidad, se encuentra en la misma planta que tú te da tan grata sorpresa que te ves tentada de darle a todos los pisos para que siga siendo solo tuyo durante el máximo tiempo posible.

Cuando se pone en marcha te da un pequeño mareo y un leve cosquilleo en el estómago que finaliza al llegar al destino con un suave suspiro tuyo, y a veces un pequeño timbre de triángulo por su parte, que te anima a lo que tengas que hacer al salir de él.
Yo creo que tarda más en bajar o subir a propósito, cuando hay un vecino suficientemente conocido como para saludar y mantener una interesante conversación sobre todo lo que está lloviendo pero no para hablar de nada más. Casi puedes oír como el ascensor se carcajea, tardando un minuto más de lo que suele para que el límite del silencio incómodo se haga perceptible.
Así como lo de contarle tu vida en treinta segundos, lo estresada que vas y lo tarde que llegas. Qué bien debe de pasárselo...
Es realmente sincero, de hecho a veces exagera... de hecho incluso se pasa cuando su espejo insiste a voces en reiterar las ojeras que tienes. Se oye por detrás la vocecilla de alguien "Es la luz...", pero no hay nada que hacer, tiene mucha capacidad de convicción; las ojeras son reales.

Buf, los espejos del ascensor... ¡cuántos disgustos y cuántos favores nos han hecho! ¿Qué hay de esa vez en la que ibas a un concierto tarde y recién salida de la ducha te habías puesto la camiseta al revés? Él fue quien te dio esos segundos para cambiarte rápidamente. ¿Y qué hay de aquella espinilla endemoniada? Él fue quien te la descubrió y te salvó la cita. Ahora bien, no hay que olvidar ese momento épico en el que, con quizá unos grados de más de alcohol en la sangre, subes a casa y empiezas a poner caras ridículas mientras piensas lo guapa que salías y lo fea que vuelves. Bueno, no nos engañemos, las caras ridículas las ponemos también sobrios.

También es verdad que la imagen que te dan de ti mismo, dejando a parte que muchas veces retoca, no solo tus horas de sueño, sino también tu tono de piel, se asemeja peligrosamente a un personaje de película de terror, solo hace falta bajar un poco la cabeza y descubrir en tu reflejo una verdadera mirada asesina.

A veces he pensado que quizá un ascensor es una especie sala de interrogatorios, y que al otro lado del espejo hay alguien que puede ver y oír todo lo que hacemos nada más entrar en el ascensor. Por eso, cuando monto en un ascensor sin espejo, será mucho más claustrofóbico y todo lo que quieran, pero respiro una tranquila intimidad.


Ascensor. (Del lat. ascensor, -ōris). 

1. m. Aparato para trasladar personas de unos a otros pisos. 
2. m. montacargas.

No nos engañemos, señores. Un ascensor es mucho más.







19 mar 2014

Verde te quiero

 Todos los colores nos dicen algo. El rojo es  la pasión, el amor desenfrenado y sin miedo; el azul la calma, la tranquilidad, el sosiego del mar y el mecer de un cielo despejado; el blanco la pureza, lo intocable, lo incomprensible de la nieve que brota tierna y pisa suavemente la tierra que nunca antes ha visto; el verde la esperanza, la esperanza…
Si leemos a Lorca en clase y además vivo en una calle, casi en medio del campo, que lleva su nombre, es inevitable preguntarse por la importancia del verde, ya no en el texto, sino en la vida misma.
¿Por qué amaba tanto el verde Lorca? El verde de esa piel suave, que es el anhelo de caricia convertido en mirada, un verde atrayente. El verde de un pelo alborotado, con ansias de libertad, un verde libre. El verde de unas pupilas profundas como un bosque, frondosas de vida y de ganas de vivirla, un verde vivo. El verde de una risa alegre, que se atreve a ser oída, un verde valiente, un verde sin miedo al mundo.
Parece que así era Lorca, o así quería ser, al menos. Y me da la sensación de que plasmando en sus versos su verde amor quiso dejar constancia de ello. Quizá pretendiera dar una lección a esa sociedad y a ese sistema del que se veía, fatalmente, rodeado, y que no permitía siquiera plantearse la idea de saborear ese verdor, ahogando el mundo en colores cenicientos. Tampoco ha cambiado tanto de antes ahora, los tonos grises siguen siendo dominantes incluso en primavera.
Sería bonito proponérselo, proponerse sentir esa piel aceitunada, oler ese pelo emboscado y adentrarse en esa mirada de vida, pero sobre todo, qué bonito sería escuchar esa fresca risa de Lorca, atrevida, sencilla pero clara, que dice exactamente lo que quiere decir. Esa risa que ama la esperanza del verde.
Si somos capaces de todo esto, entonces quizá lleguemos al galope escondido que hay dentro de nosotros y salgamos a correr la vida.
No cabe duda, hay que vestirse de verde.



18 mar 2014

Los robles peregrinos

“La vida no se detiene. ¿De qué sirve correr las cortinas y empeñarse en gritar que es de noche?”
A veces tendemos a incubar un recuerdo agradable al calor de nuestro corazón y no queremos dejar de hacerlo por miedo a que se enfríe y muera, pero la mayoría de las veces esos recuerdos están tan bien arraigados que ni los vientos más fuertes son capaces de arrebatárnoslos. 
Ese miedo al abandono de un recuerdo es el mismo que nos hace llorar por la cosecha perdida en vez de sembrar una nueva, sin darnos cuenta de que, efectivamente, vale más. Y es el culpable, igualmente, de que nos olvidemos del temblor alegre que estalla en la cintura y te hace aflojar las rodillas y bailar el corazón, eso que, comúnmente, llamamos risa.
Lo que vengo a querer decir desde hace un rato es que el arraigo obsesivo al pasado, por hermoso que fuera, y sumándole toda la idealización que le brindamos nosotros mismos, nos priva de la belleza del momento que tenemos delante, y pone de manifiesto el peligro con el que se caracterizan todas las oportunidades: que pasan de largo.
No podemos caminar nuestra senda a ciegas o mirando hacia atrás, porque en un momento o en otro tropezaremos y nos abriremos la cabeza. Debemos ir con la filosofía de Telva, cogiendo las palabras difíciles sin miedo, como las brasas en los dedos, entrar como Adela allá donde vayamos, como un golpe de viento que abre todas las ventanas, y aceptar que siempre podemos encontrarnos con una peregrina de piel blanca en el camino que tenga el poder de cambiar nuestro destino.

Pero sobre todo debemos tener presente que las palabras y los recuerdos no se borran con un golpe de aire como pueden hacerlo las flores de cerezo, esos permanecerán ahí, dentro de nosotros, aunque sigamos caminando. Pero debemos caminar, y también debemos crecer como un roble, a quien, efectivamente, cuesta trabajo hincarle un hacha; pero todos los años da flores.


24 feb 2014

Mis Stendhales

"El síndrome de Stendhal (también denominado Síndrome de Florencia o "estrés del viajero") es una enfermermedad psicosomática que causa un elevado ritmo cardiaco, confusión, temblor, palpitaciones, depresión e incluso alucinaciones cuando el individuo es expuesto a obras de arte, especialmente cuando éstas son particularmente bellas o están en gran número en un mismo lugar.
Más allá de su incidencia clínica como enfermedad psicosomática, el síndrome de Stendhal se ha convertido en un referente de la reacción romántica ante la acumulación de belleza y la exuberancia del goce artístico".

 Al sentir el frío de las baldosas en tus pies descalzos mientras, al bostezar, sientes como el aliento de la aurora te besa la boca, y contemplas las primeras luces del día veladas por una luna afiladísima, que corta el cielo y el siempre fiel compañero del alba, el planeta Venus.

Al pasear por el paseo marítimo y ver como olas enormes se esfuerzan por mojarte trepando por el muro, cuando su espuma blanca lame con avidez cada piedra impregnada de salitre y tú, valiente de ti, te asomas a la barandilla y te salpica la sal marina y el más puro olor a libertad.

Al alcanzar, sudorosa y llena de barro hasta las rodillas la cima del monte que llevas subiendo todo el día y contemplar desde allí toda la cordillera en un perfecto ángulo de 180º, darte cuenta de la redondez del mundo en el que vives, rozar las nubes.

Al bajar una cuesta con la bici mientras la lluvia te da en la cara con toda la fuerza que puede y ver como las ondas del río reflejan las nubes de tormenta lo más fielmente posible, desafiándote a rendirte, acorralándote entre el cielo y el agua, y tener la certeza de que no vas a hacerlo.

 Al respirar el olor a humus mientras crujen las hojas más secas bajo tus pies y contemplas un río que, escondido en la niebla de la tarde, deja a las nubes más tardías mirarse en un reflejo que amenaza con fundirse en el frío y congelarse definitivamente.

Al levantar la vista y descubrir un cielo de invierno despejado, donde solo caben el frío y las estrellas, que parecen querer llamar la atención más que nunca, encontrar una constelación que logre hablarte y sobre todo, a la que consigas entender.

Hace poco mi madre me habló de una novela que estaba leyendo sobre dos policías con una personalidad muy peculiar. Uno de ellos tenía por costumbre ir a la vera del río Sena cuando el tiempo predecía tormenta. Llegaba allí y abría los brazos mirando al cielo, esperando a que llegase. Cuando al fin estallaba, permanecía allí, bajo rayos y truenos, y dejando que la lluvia le empapara entero, y todo porque en ese momento se sentía superior, superior al resto del mundo. "Si todas las personas se sintieran así de superiores con tan poco -decía- seguramente no les haría falta cometer delitos ni matar a nadie".

Mis Stendhales no son depresiones ni alucinaciones, en todo caso sí quizá temblores y algo de confusión. Una sensación de superioridad frente al resto del mundo, sin ánimo de pisoteamiento ni competitividad, sino de elevación repentina y de llanto alegre. El momento exacto en el que el sol pinta las nubes de naranja, les da un baño dorado y las tiende en el cielo crepuscular durante unos minutos contados, tras los cuales, recoge ese soplo de color y las nubes retoman de nuevo su solitario gris ceniciento. Esos minutos en los que las
pupilas se inundan de algo extraordinario, eso, es a lo que llamo yo Stendhal.






20 feb 2014

Salidas de emergencia

"Dedos colocados, deja peso, arco recto... ¡arco recto, he dicho! Venga, concentración, que tú puedes". El yo interior se esfuerza por mantener a flote esa autoestima que pretende bajar en picado y de cabeza al subsuelo en estos momentos críticos.
"Solo es una audición más, con los padres de siempre, ya lo has hecho más veces".
"Y bien que la he liado otras veces".
"Pues haz el favor de relajarte porque eres una exagerada".
Diez minutos antes de salir al escenario, mientras notas cómo tus manos empiezan a sudar y a enfriarse simultáneamente, y tus dedos recorren el mástil, discutes del modo más absurdo contigo misma.
"Te lo sabes de sobra, venga".
"Sí, ya...".
Tu pensamiento, en vez de centrarse en la obra del compañero que va antes que tú y disfrutar de la música, te obliga a apretar la mano izquierda en el puño de la chaqueta para secarla. Respiras hondo y cierras los ojos, pero lo único que consigues es ponerte más nerviosa. Te miras los pies.
"Azul marino, te has traído los zapatos azul marino, ¡que tienes que ir de negro!"
"Hala ya, cállate un rato".
Y todo se queda en silencio, ese silencio que precede al aplauso caluroso y paternal dirigido a tu compañero, ese aplauso que te dice con retintín que es tu turno. ¡Malditas piernas! ¡¿Por qué tiemblan?!
"Bueno venga, eh, sonríe".
Mientras subes las escaleras te acuerdas de Alex, que siempre te dice "Venga, que ahora es cuando nos dejas mal", aunque sabe de sobra que toca genial; de la vocecita de Lydia "Vamos, que vayas a tocar Sarasate y lo vayas a tocar con esa cara de higo..."; de los ánimos de Luis "Venga Ali, que lo vas a bordar", y esas décimas de segundo de recuerdos reconfortantes te quitan el temblor del cuerpo. "Alicia, -me vuelvo, es Diana.- lo vas a hacer muy bien". Y ahí está otra vez la vocecilla interior: "Pues no vas a ser tú la tonta que te diga que vas a liarla, ¿no?".
El escenario está muy alto, uf, demasiado alto, tienes que bajar la cabeza para contemplar las caras de los padres felices y orgullosos. El último pensamiento antes de ponerte a tocar es para Julia. "Yo, la primera vez que subí a este escenario y Diana me dijo cómo me tenía que colocar, lo primero que se presentó ante mis ojos fue el cartelito de 'salida de emergencia' y, mirándolo, toqué tranquila y de un tirón". Allí está, en efecto, el cartelito verde y luminoso. Comienzas a tocar y las piernas amenazan con volver a temblar. Flexionas las rodillas y desafinas un par de notas, quizá hayan sido tres, pero sigues tocando y, como para fastidiar ese desafine ingrato, sonríes al cartelito verde. Siempre hay una salida.