25 may 2014

Rostros de bus

Al entrar me recibe un silencio sepulcral. Todos están sentados excepto una mujer que se apoya en su paraguas y un hombre que se recuesta pesadamente en la ventana. Como si algo muy trascendente acabara de pasar, todas las miradas se vuelven hacia mí. "Cuánto tedio", pienso, y me siento haciendo malabares con el violín y la mochila mientras el autobús hace la curva. El resto de los presentes se deleita mirando el insustancial espectáculo matutino.


Realmente hay mucho silencio. En frente tengo a un señor con bigote que agarra una bolsa entre sus piernas. Le observo; me hacen gracia los señores con bigote, cuando se ponen nerviosos son incapaces de no moverlo.
Una señora mayor con un abrigo rojo se queda mirando al vacío. ¿En qué estará pensando? Creo que en sus nietos y en que le duele un juanete, porque retuerce el pie de manera extraña, pero su cara tiene una expresión tierna.
En frente de ella está una mujer sentada con las piernas apretadas y medio de puntillas. En un empeño por parecer menos madura se ha puesto unos leguins apretadísimos y unas botas con cadenas. Tiene un abrigo de leopardo y en su dedo anular luce un anillo tan desmesuradamente grande que me hace plantearme cómo escribirá con aquello puesto. Se mira las uñas, debe estar pensando que el color que ha elegido es demasiado cálido para el frío que hace esa mañana.
Una adolescente con una raya de ojos muy negra y gruesa, y con el pelo por la cara, mira por la ventana empañada mientras escucha música con unos cascos enormes. No sé si está un poco triste o quiere adoptar una pose de indiferencia arisca y seria para ocultar lo que verdaderamente siente.
Un señor con incipiente calva cruza las piernas y sostiene, entrecruzando también sus manos, un paraguas verde oscuro bastante feo.Parece que quiere tener el menor contacto posible con el asiento del bus, ni siquiera apoya la espalda. Me pregunto qué impertinente razón le habrá llevado a coger el transporte público que, según demuestra la altivez de sus cejas, tanto infravalora.
Al fondo hay un par de chicas con mochilas de colegio, bueno, quizá ya de instituto, que están muy interesadas en la conversación que les ofrecen sus respectivos teléfonos. A veces se les ilumina la cara, pero creo que más que por la emoción que pueda tener la charla, es por el brillo de la pantalla.
Una señora se mordisquea el labio mientras temblequea su pierna izquierda insistentemente. Llega tarde, seguro.
A su lado hay una mujer con unas gafas de sol enormes. Se cree que no se le ven los ojos, que analizan, con una pizca de desprecio, todos los movimientos de su compañera de asiento. Solo se explica que lleve gafas de sol para pasar desapercibida en su afición por examinar tan sin reparo a la gente, porque en realidad está lloviendo. Me sorprenden sus labios tan perfectamente perfilados. ¿Cuánto habrá tardado? Solo hay dos posibilidades: O ha tardado mucho, o no ha tardado nada por hacerlo todos los días. De una forma u otra su cara sigue sin decirme nada.
De repente se me ocurre volver la cabeza y me encuentro otros ojos que me observan. Enseguida aparto la mirada y, en mitad de ese silencio, que nunca imaginé que pudiera tener tanto protagonismo en el transporte público, me pregunto si esa otra persona que me miraba estaría analizando, como yo, los rostros del bus.


13 may 2014

Dialogar sin palabras

Ya había oído maravillas del cuarteto, pero nunca imaginé que fuera para tanto.
Salieron al escenario con la naturalidad de quien se despierta cada mañana, y ya daba gusto verles tan confiados. Su tranquilidad aseguraba la calidad del concierto.
El cuarteto Disonancia de Mozart no hizo más que abrir boca; dialogaban sin palabras. Les bastaba la música que les había dejado el joven clásico y cuatro arcos barrocos para trasmitir todo lo que querían decir.
Llegaron las Metamorphosis nocturnas de Ligeti, y no fueron menos. Ante los ojos aparecía una mariposa recientita dando sus primeros aleteos tras la laboriosa tarea de bordarse en su crisálida. Y todo sobre unos intervalos de segundas mayores ascendentes que la iban esbozando en el aire del teatro. Mientras tocaban, cada uno de los componentes del cuarteto parecía estar expectante con quien tenía al lado. Se sorprendían en cada acorde que sonaba, como si aquello que, seguro, tantas veces habían ensayado lo tocaran por primera vez. Y ahí es donde estaba la magia. Tuve la suerte de colocarme lo suficientemente cerca como para oír el golpe de los dedos de la violín primero en la madera al pisar la cuerda, y me hacía sentir las notas más cerca de mí.
Con el cuarteto en do menor de Brahms, la última obra, no nos dejaron menos sorprendidos. Había amor entre nota y nota. Los instrumentos se saboreaban, unas veces dulcemente y otras con la pasión que solo aflora a través de la música. Respiraban a tempo y su latido iba exactamente al mismo ritmo, si no no me explico cómo se puede tocar así.
No hablaron hasta el momento de presentar el pequeño bis que traían preparado, una pequeña romanza de Enrique Granados, pero no les hizo falta porque nos dijeron todo lo que nos querían decir, y a nosotros nos dejaron sin palabras


4 may 2014

Nuestro canto de mirlo

Según supe, por fuentes fiables, hace bien poco, los mirlos no tienen un canto común, como pueden tenerlo los gorriones o los ruiseñores, que cantan todos del mismo modo, dentro de su tipo. Los mirlos no, cada mirlo, por separado, tiene un canto característico, propio solo de él mismo.

Qué curioso se me antoja que cada pequeño pajarito de estos de plumaje negro y pico anaranjado tenga su propia forma de hablar, su personalidad. Todos se entienden entre ellos, claro, no les queda otra para poder perpetuar la especie, pero soy incapaz de no relacionar los mirlos con las personas, si esto es así.

Cada persona también habla de una forma particular, de una manera personal y única, o al menos eso sería lo ideal, reflejando en sus palabras las distintas influencias, sentimientos y experiencias que ha tenido a lo largo de su vida, creando su propio canto de mirlo. Pero hay quién no lo tiene, quien quizá no se atreve realmente a darle forma, quien ahoga su canto, ya sea conscientemente o sin querer hacerlo. ¡Qué lástima dejarse llevar por los cantos estándares que pululan en fila, sin rumbo a cualquier parte!
Siempre hay que tener rumbo, aunque no se sepa a ciencia cierta dónde ir. Una vez una amiga me dijo que lo importante no es sólo saber dónde vas, sino saber dónde estás en cada momento.

No hay que dejarse llevar por otros cantos sino tener muy claro por qué canto, a quién le canto y cómo canto.