24 feb 2014

Mis Stendhales

"El síndrome de Stendhal (también denominado Síndrome de Florencia o "estrés del viajero") es una enfermermedad psicosomática que causa un elevado ritmo cardiaco, confusión, temblor, palpitaciones, depresión e incluso alucinaciones cuando el individuo es expuesto a obras de arte, especialmente cuando éstas son particularmente bellas o están en gran número en un mismo lugar.
Más allá de su incidencia clínica como enfermedad psicosomática, el síndrome de Stendhal se ha convertido en un referente de la reacción romántica ante la acumulación de belleza y la exuberancia del goce artístico".

 Al sentir el frío de las baldosas en tus pies descalzos mientras, al bostezar, sientes como el aliento de la aurora te besa la boca, y contemplas las primeras luces del día veladas por una luna afiladísima, que corta el cielo y el siempre fiel compañero del alba, el planeta Venus.

Al pasear por el paseo marítimo y ver como olas enormes se esfuerzan por mojarte trepando por el muro, cuando su espuma blanca lame con avidez cada piedra impregnada de salitre y tú, valiente de ti, te asomas a la barandilla y te salpica la sal marina y el más puro olor a libertad.

Al alcanzar, sudorosa y llena de barro hasta las rodillas la cima del monte que llevas subiendo todo el día y contemplar desde allí toda la cordillera en un perfecto ángulo de 180º, darte cuenta de la redondez del mundo en el que vives, rozar las nubes.

Al bajar una cuesta con la bici mientras la lluvia te da en la cara con toda la fuerza que puede y ver como las ondas del río reflejan las nubes de tormenta lo más fielmente posible, desafiándote a rendirte, acorralándote entre el cielo y el agua, y tener la certeza de que no vas a hacerlo.

 Al respirar el olor a humus mientras crujen las hojas más secas bajo tus pies y contemplas un río que, escondido en la niebla de la tarde, deja a las nubes más tardías mirarse en un reflejo que amenaza con fundirse en el frío y congelarse definitivamente.

Al levantar la vista y descubrir un cielo de invierno despejado, donde solo caben el frío y las estrellas, que parecen querer llamar la atención más que nunca, encontrar una constelación que logre hablarte y sobre todo, a la que consigas entender.

Hace poco mi madre me habló de una novela que estaba leyendo sobre dos policías con una personalidad muy peculiar. Uno de ellos tenía por costumbre ir a la vera del río Sena cuando el tiempo predecía tormenta. Llegaba allí y abría los brazos mirando al cielo, esperando a que llegase. Cuando al fin estallaba, permanecía allí, bajo rayos y truenos, y dejando que la lluvia le empapara entero, y todo porque en ese momento se sentía superior, superior al resto del mundo. "Si todas las personas se sintieran así de superiores con tan poco -decía- seguramente no les haría falta cometer delitos ni matar a nadie".

Mis Stendhales no son depresiones ni alucinaciones, en todo caso sí quizá temblores y algo de confusión. Una sensación de superioridad frente al resto del mundo, sin ánimo de pisoteamiento ni competitividad, sino de elevación repentina y de llanto alegre. El momento exacto en el que el sol pinta las nubes de naranja, les da un baño dorado y las tiende en el cielo crepuscular durante unos minutos contados, tras los cuales, recoge ese soplo de color y las nubes retoman de nuevo su solitario gris ceniciento. Esos minutos en los que las
pupilas se inundan de algo extraordinario, eso, es a lo que llamo yo Stendhal.






20 feb 2014

Salidas de emergencia

"Dedos colocados, deja peso, arco recto... ¡arco recto, he dicho! Venga, concentración, que tú puedes". El yo interior se esfuerza por mantener a flote esa autoestima que pretende bajar en picado y de cabeza al subsuelo en estos momentos críticos.
"Solo es una audición más, con los padres de siempre, ya lo has hecho más veces".
"Y bien que la he liado otras veces".
"Pues haz el favor de relajarte porque eres una exagerada".
Diez minutos antes de salir al escenario, mientras notas cómo tus manos empiezan a sudar y a enfriarse simultáneamente, y tus dedos recorren el mástil, discutes del modo más absurdo contigo misma.
"Te lo sabes de sobra, venga".
"Sí, ya...".
Tu pensamiento, en vez de centrarse en la obra del compañero que va antes que tú y disfrutar de la música, te obliga a apretar la mano izquierda en el puño de la chaqueta para secarla. Respiras hondo y cierras los ojos, pero lo único que consigues es ponerte más nerviosa. Te miras los pies.
"Azul marino, te has traído los zapatos azul marino, ¡que tienes que ir de negro!"
"Hala ya, cállate un rato".
Y todo se queda en silencio, ese silencio que precede al aplauso caluroso y paternal dirigido a tu compañero, ese aplauso que te dice con retintín que es tu turno. ¡Malditas piernas! ¡¿Por qué tiemblan?!
"Bueno venga, eh, sonríe".
Mientras subes las escaleras te acuerdas de Alex, que siempre te dice "Venga, que ahora es cuando nos dejas mal", aunque sabe de sobra que toca genial; de la vocecita de Lydia "Vamos, que vayas a tocar Sarasate y lo vayas a tocar con esa cara de higo..."; de los ánimos de Luis "Venga Ali, que lo vas a bordar", y esas décimas de segundo de recuerdos reconfortantes te quitan el temblor del cuerpo. "Alicia, -me vuelvo, es Diana.- lo vas a hacer muy bien". Y ahí está otra vez la vocecilla interior: "Pues no vas a ser tú la tonta que te diga que vas a liarla, ¿no?".
El escenario está muy alto, uf, demasiado alto, tienes que bajar la cabeza para contemplar las caras de los padres felices y orgullosos. El último pensamiento antes de ponerte a tocar es para Julia. "Yo, la primera vez que subí a este escenario y Diana me dijo cómo me tenía que colocar, lo primero que se presentó ante mis ojos fue el cartelito de 'salida de emergencia' y, mirándolo, toqué tranquila y de un tirón". Allí está, en efecto, el cartelito verde y luminoso. Comienzas a tocar y las piernas amenazan con volver a temblar. Flexionas las rodillas y desafinas un par de notas, quizá hayan sido tres, pero sigues tocando y, como para fastidiar ese desafine ingrato, sonríes al cartelito verde. Siempre hay una salida.