Hace unas semanas fui a la Semana Negra de
Gijón. En el recinto ferial, en un reducido espacio al aire libre, se exponían
fotografías que representaban el horror de las familias de refugiados sirios. A
modo de comparación, al lado de cada imagen había otra en la que se podían ver refugiados españoles tras la última guerra civil.
Vi las imágenes aislada de mis padres y amigos, sin posibilidad de comentar lo
que me pasaba por la cabeza y el corazón en ese momento. Me impactaron
muchísimo, incluso se me saltó alguna lágrima. Supongo que es como cuando vas a
un museo tú solo, que eres más capaz de ahondar en ti mismo con cada cuadro
mejor que si vas con alguien con quien comentarlo. Es otra forma de verlo, no
quiere decir que sea mejor ni peor.
A cuenta de lo que me despertaron esas
fotografías empecé a hablar con unos y otros de lo que podía suponer exponer
aquello y acabé con un libro entre mis manos que, una vez leído y releído,
recomiendo con fervor. Es de Susan Sontag, ensayista y directora. Se titula Ante el dolor de los demás y nos hace
reflexionar sobre si las fotografías con un alto grado de violencia y
sufrimiento han pasado a tener un fin meramente comercial o si es verdad que
despiertan conciencias.
Si podemos empezar a hablar de algo es de los
museos, esa institución que enclaustra toda suerte de lo que se considera
socialmente arte. Es allí, pues, donde han de ir destinadas muchas fotografías
de guerra para su posterior exhibición y conservación. Me hace suponer que
exponer toda esa materia nos sirve para consolidar una memoria colectiva, que
se llama. Bueno, pero, ¿existe realmente la memoria colectiva? “La memoria es
individual porque no puede reproducirse y muere con cada persona”, cita,
textualmente, Sontag. “Lo que sí que existe es una instrucción colectiva, que
te digan que “esto” es importante y que “esta” es la historia de lo ocurrido”.
En los museos se expone lo que se interesa
que la gente recuerde, al menos de forma inmediata, que es una capacidad
intrínseca de las imágenes. Vivimos en la sociedad del espectáculo, eso es
sabido por todos. “Toda situación ha de ser convertida en espectáculo a fin de
que sea real, es decir, interesante, para nosotros. Las personas mismas anhelan
convertirse en imágenes: celebridades”. En esta sociedad visual, recordar es,
cada vez más, no tanto recordar una historia sino ser capaz de evocar una imagen.
Y quizá por eso sigue habiendo museos, la
gente quiere ser capaz de visitar, de refrescar sus recuerdos. Sin embargo,
¿qué clase de recuerdos quieren que recordemos?
¿Nos hemos preguntado alguna vez por qué no
hay un Museo de la Historia de la Esclavitud en Estados Unidos? “Está el Museo
Conmemorativo del Holocausto y el Museo y Monumento al Genocidio Armenio pero
todos ellos están dedicados a lo que no sucedió en Estados Unidos. Contar con
un museo que haga la colosal crónica del crimen de la esclavitud africana en
Estados Unidos sería reconocer que el mal se encuentra aquí, los estadounidenses prefieren pensar que el mal está allá. (…) Es un recuerdo cuya
activación y creación son demasiado peligrosas para la estabilidad social”. Al
fin y al cabo “la paz es olvidar. Para la reconciliación es necesario que la
memoria sea limitada y defectuosa”. Quizá por esa misma razón tampoco
encontramos en España un Museo Nacional de la Guerra Civil.
Pero, ¿por qué miramos estas imágenes? ¿Se
trata de una cuestión de memoria selectiva únicamente? ¿No es también
morbosidad? ¿Cuál es el verdadero objeto de exponerlas? ¿Hacer quizá un negocio
del sufrimiento ajeno? ¿Hacernos sentir mal? ¿Buscar culpables? Hay un gusto
por ver esas imágenes, ya sea en un museo, en el informativo, o en una película
del sadismo más íntegro. Lo buscamos aunque sabemos que es un deseo indigno,
como escribiera Platón en su República. Hay imágenes que nos despiertan un
interés lascivo, y yo me pregunto si no tendrá algo que ver con la mímesis y la
catarsis de la tragedia griega. ¿No será que necesitamos esa identificación con
el sufrimiento simultánea a la purificación ritual que se produce al ser
testigo de algo que puede pasarnos a nosotros pero que, por el momento, contemplamos
como meros espectadores?
“Persiste la impresión de que la apetencia
por semejantes imágenes es vulgar o baja, que tiene un objetivo comercial. A
veces así es, aunque menos a menudo de lo que cabe imaginar, pues el
fotógrafo/a en las calles en medio de un bombardeo corre tantos riesgos de
morir como los ciudadanos a los que va siguiendo”.
Es verdad, también se busca plasmar el
sufrimiento de esas víctimas. Ellas mismas son a veces las primeras interesadas
en que quede vigente pero, eso sí, que sea tenido por único. Explica la autora
el caso de un fotógrafo que expuso en la misma sala fotografías de atrocidades
ocurridas en Sarajevo junto con otras realizadas antes en Somalia. Los
habitantes de Sarajevo se ofendieron muchísimo apelando que aquello era comparar
dos infiernos que nada tenían que ver.
A fin de cuentas había un matiz racista en su
indignación. La guerra siempre es la guerra. “No podemos imaginar lo espantosa,
lo aterradora que es y cómo se convierte en naturalidad. Es lo que cada
soldado, cada periodista, cada cooperante y observador independiente que ha pasado
tiempo bajo el fuego, y ha tenido la suerte de eludir la muerte que ha
fulminado a otros a su lado, siente con terquedad, y tiene razón”.
“La gente puede retraerse no solo porque un dieta regular de imágenes violentas la ha vuelto indiferente sino porque tiene miedo. (…) Porque no parece que una guerra, cualquier guerra, vaya a poder evitarse la gente responde menos a los horrores. La compasión es una emoción inestable, necesita traducirse en acciones o se marchita. La pregunta es ¿qué hacer con las emociones que han despertado? ¿Con el saber que se nos ha comunicado? Si sentimos que no hay nada que “nosotros” podamos hacer (pero, ¿quién es ese “nosotros”?) y nada que “ellos” puedan hacer tampoco (pero, ¿quién es ese “ellos”?) entonces comenzamos a sentirnos aburridos, cínicos y apáticos, y la pasividad es la que embota los sentimientos.
Dead Troops Talk (Jeff Wall, 1992)
El problema no es
que la gente recuerde por medio de fotografías, sino que solo recuerde las
fotografías. El
recordatorio por este medio eclipsa otras formas de entendimiento y de memoria y
ya hemos visto que la sociedad en que vivimos da extrema importancia a la
imagen. “Las fotografías pavorosas no pierden inevitablemente su poder para
conmocionar. Pero no son de mucha ayuda si la tarea es la comprensión. Las
narraciones pueden hacernos comprender”. Se debería, quizá, sentir la obligación de lo
que implica mirarlas en la capacidad efectiva de asimilar lo que nos muestran. Y
entonces nos preguntamos ¿qué emociones serían deseables? Optar por la
simpatía, por ejemplo, sería demasiado simple. “Siempre que sentimos simpatía
sentimos que no somos cómplices de las causas del sufrimiento”, esto es ajeno a
nosotros, podemos apagar la tele cuando queramos. Así, “nuestra simpatía
proclama nuestra ineficacia.” Quizá la solución sería “apartar esa simpatía por
los acosados por la guerra y la política asesina a cambio de una reflexión
sobre cómo nuestros privilegios están ubicados en el mismo mapa que su sufrimiento
y pueden estar vinculados de manera que, acaso preferimos no imaginar, del
mismo modo como la riqueza de algunos quizás implique la indigencia de otros es
una tarea para la cual las imágenes dolorosas y conmovedoras solo ofrecen el
primer estímulo”.
Al fin y al cabo reflexionar, pensar, crear
conciencia. ¿Qué podemos hacer? No lo sé, no tengo claro al cien por cien qué
puedo hacer yo. De momento las imágenes me empujaron a hablar del tema con gente de mi círculo, a despertarme un interés, a leer un libro, a escribir
sobre ello… Quizá a ir formándome un criterio propio, mío, y no impuesto, que
quizá, sea la primera forma de luchar.