6 ago 2016

¿Qué puedo hacer yo ante el dolor ajeno?

Hace unas semanas fui a la Semana Negra de Gijón. En el recinto ferial, en un reducido espacio al aire libre, se exponían fotografías que representaban el horror de las familias de refugiados sirios. A modo de comparación, al lado de cada imagen había otra en la que se podían ver  refugiados españoles tras la última guerra civil. Vi las imágenes aislada de mis padres y amigos, sin posibilidad de comentar lo que me pasaba por la cabeza y el corazón en ese momento. Me impactaron muchísimo, incluso se me saltó alguna lágrima. Supongo que es como cuando vas a un museo tú solo, que eres más capaz de ahondar en ti mismo con cada cuadro mejor que si vas con alguien con quien comentarlo. Es otra forma de verlo, no quiere decir que sea mejor ni peor.



A cuenta de lo que me despertaron esas fotografías empecé a hablar con unos y otros de lo que podía suponer exponer aquello y acabé con un libro entre mis manos que, una vez leído y releído, recomiendo con fervor. Es de Susan Sontag, ensayista y directora. Se titula Ante el dolor de los demás y nos hace reflexionar sobre si las fotografías con un alto grado de violencia y sufrimiento han pasado a tener un fin meramente comercial o si es verdad que despiertan conciencias.

Si podemos empezar a hablar de algo es de los museos, esa institución que enclaustra toda suerte de lo que se considera socialmente arte. Es allí, pues, donde han de ir destinadas muchas fotografías de guerra para su posterior exhibición y conservación. Me hace suponer que exponer toda esa materia nos sirve para consolidar una memoria colectiva, que se llama. Bueno, pero, ¿existe realmente la memoria colectiva? “La memoria es individual porque no puede reproducirse y muere con cada persona”, cita, textualmente, Sontag. “Lo que sí que existe es una instrucción colectiva, que te digan que “esto” es importante y que “esta” es la historia de lo ocurrido”.

En los museos se expone lo que se interesa que la gente recuerde, al menos de forma inmediata, que es una capacidad intrínseca de las imágenes. Vivimos en la sociedad del espectáculo, eso es sabido por todos. “Toda situación ha de ser convertida en espectáculo a fin de que sea real, es decir, interesante, para nosotros. Las personas mismas anhelan convertirse en imágenes: celebridades”. En esta sociedad visual, recordar es, cada vez más, no tanto recordar una historia sino ser capaz de evocar una imagen.  Y quizá por eso sigue habiendo museos, la gente quiere ser capaz de visitar, de refrescar sus recuerdos. Sin embargo, ¿qué clase de recuerdos quieren que recordemos?

¿Nos hemos preguntado alguna vez por qué no hay un Museo de la Historia de la Esclavitud en Estados Unidos? “Está el Museo Conmemorativo del Holocausto y el Museo y Monumento al Genocidio Armenio pero todos ellos están dedicados a lo que no sucedió en Estados Unidos. Contar con un museo que haga la colosal crónica del crimen de la esclavitud africana en Estados Unidos sería reconocer que el mal se encuentra aquí, los estadounidenses prefieren pensar que el mal está allá. (…) Es un recuerdo cuya activación y creación son demasiado peligrosas para la estabilidad social”. Al fin y al cabo “la paz es olvidar. Para la reconciliación es necesario que la memoria sea limitada y defectuosa”. Quizá por esa misma razón tampoco encontramos en España un Museo Nacional de la Guerra Civil.

Pero, ¿por qué miramos estas imágenes? ¿Se trata de una cuestión de memoria selectiva únicamente? ¿No es también morbosidad? ¿Cuál es el verdadero objeto de exponerlas? ¿Hacer quizá un negocio del sufrimiento ajeno? ¿Hacernos sentir mal? ¿Buscar culpables? Hay un gusto por ver esas imágenes, ya sea en un museo, en el informativo, o en una película del sadismo más íntegro. Lo buscamos aunque sabemos que es un deseo indigno, como escribiera Platón en su República. Hay imágenes que nos despiertan un interés lascivo, y yo me pregunto si no tendrá algo que ver con la mímesis y la catarsis de la tragedia griega. ¿No será que necesitamos esa identificación con el sufrimiento simultánea a la purificación ritual que se produce al ser testigo de algo que puede pasarnos a nosotros pero que, por el momento, contemplamos como meros espectadores?

“Persiste la impresión de que la apetencia por semejantes imágenes es vulgar o baja, que tiene un objetivo comercial. A veces así es, aunque menos a menudo de lo que cabe imaginar, pues el fotógrafo/a en las calles en medio de un bombardeo corre tantos riesgos de morir como los ciudadanos a los que va siguiendo”.
Es verdad, también se busca plasmar el sufrimiento de esas víctimas. Ellas mismas son a veces las primeras interesadas en que quede vigente pero, eso sí, que sea tenido por único. Explica la autora el caso de un fotógrafo que expuso en la misma sala fotografías de atrocidades ocurridas en Sarajevo junto con otras realizadas antes en Somalia. Los habitantes de Sarajevo se ofendieron muchísimo apelando que aquello era comparar dos infiernos que nada tenían que ver.  
A fin de cuentas había un matiz racista en su indignación. La guerra siempre es la guerra. “No podemos imaginar lo espantosa, lo aterradora que es y cómo se convierte en naturalidad. Es lo que cada soldado, cada periodista, cada cooperante y observador independiente que ha pasado tiempo bajo el fuego, y ha tenido la suerte de eludir la muerte que ha fulminado a otros a su lado, siente con terquedad, y tiene razón”.

“La gente puede retraerse no solo porque un dieta regular de imágenes violentas la ha vuelto indiferente sino porque tiene miedo. (…) Porque no parece que una guerra, cualquier guerra, vaya a poder evitarse la gente responde menos a los horrores. La compasión es una emoción inestable, necesita traducirse en acciones o se marchita. La pregunta es ¿qué hacer con las emociones que han despertado? ¿Con el saber que se nos ha comunicado? Si sentimos que no hay nada que “nosotros” podamos hacer (pero, ¿quién es ese “nosotros”?) y nada que “ellos” puedan hacer tampoco (pero, ¿quién es ese “ellos”?) entonces comenzamos a sentirnos aburridos, cínicos y apáticos, y la pasividad es la que embota los sentimientos.

                                        Dead Troops Talk (Jeff Wall, 1992)


El problema no es que la gente recuerde por medio de fotografías, sino que solo recuerde las fotografías. El recordatorio por este medio eclipsa otras formas de entendimiento y de memoria y ya hemos visto que la sociedad en que vivimos da extrema importancia a la imagen. “Las fotografías pavorosas no pierden inevitablemente su poder para conmocionar. Pero no son de mucha ayuda si la tarea es la comprensión. Las narraciones pueden hacernos comprender”. Se debería, quizá, sentir la obligación de lo que implica mirarlas en la capacidad efectiva de asimilar lo que nos muestran. Y entonces nos preguntamos ¿qué emociones serían deseables? Optar por la simpatía, por ejemplo, sería demasiado simple. “Siempre que sentimos simpatía sentimos que no somos cómplices de las causas del sufrimiento”, esto es ajeno a nosotros, podemos apagar la tele cuando queramos. Así, “nuestra simpatía proclama nuestra ineficacia.” Quizá la solución sería “apartar esa simpatía por los acosados por la guerra y la política asesina a cambio de una reflexión sobre cómo nuestros privilegios están ubicados en el mismo mapa que su sufrimiento y pueden estar vinculados de manera que, acaso preferimos no imaginar, del mismo modo como la riqueza de algunos quizás implique la indigencia de otros es una tarea para la cual las imágenes dolorosas y conmovedoras solo ofrecen el primer estímulo”.

Al fin y al cabo reflexionar, pensar, crear conciencia. ¿Qué podemos hacer? No lo sé, no tengo claro al cien por cien qué puedo hacer yo. De momento las imágenes me empujaron a hablar del tema con gente de mi círculo, a despertarme un interés, a leer un libro, a escribir sobre ello… Quizá a ir formándome un criterio propio, mío, y no impuesto, que quizá, sea la primera forma de luchar.

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