Todos los colores nos dicen algo. El rojo es la pasión, el amor desenfrenado y sin miedo;
el azul la calma, la tranquilidad, el sosiego del mar y el mecer de un cielo
despejado; el blanco la pureza, lo intocable, lo incomprensible de la nieve que
brota tierna y pisa suavemente la tierra que nunca antes ha visto; el verde la
esperanza, la esperanza…
Si leemos a Lorca en clase y además vivo en
una calle, casi en medio del campo, que lleva su nombre, es inevitable
preguntarse por la importancia del verde, ya no en el texto, sino en la vida
misma.
¿Por qué amaba tanto el verde Lorca? El verde
de esa piel suave, que es el anhelo de caricia convertido en mirada, un verde
atrayente. El verde de un pelo alborotado, con ansias de libertad, un verde
libre. El verde de unas pupilas profundas como un bosque, frondosas de vida y
de ganas de vivirla, un verde vivo. El verde de una risa alegre, que se atreve
a ser oída, un verde valiente, un verde sin miedo al mundo.
Parece que así era Lorca, o así quería ser,
al menos. Y me da la sensación de que plasmando en sus versos su verde amor
quiso dejar constancia de ello. Quizá pretendiera dar una lección a esa
sociedad y a ese sistema del que se veía, fatalmente, rodeado, y que no
permitía siquiera plantearse la idea de saborear ese verdor, ahogando el mundo
en colores cenicientos. Tampoco ha cambiado tanto de antes ahora, los tonos
grises siguen siendo dominantes incluso en primavera.
Sería bonito proponérselo, proponerse sentir
esa piel aceitunada, oler ese pelo emboscado y adentrarse en esa mirada de
vida, pero sobre todo, qué bonito sería escuchar esa fresca risa de Lorca,
atrevida, sencilla pero clara, que dice exactamente lo que quiere decir. Esa
risa que ama la esperanza del verde.
Si somos capaces de todo esto, entonces quizá
lleguemos al galope escondido que hay dentro de nosotros y salgamos a correr la
vida.
No cabe duda, hay que vestirse de verde.
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