16 ago 2013

La bipolaridad de la arena de playa

-Bueno,- le dijo la arena al mar- pero en ti nadie puede dejar huella. 
A lo que el mar contestó:
-Y las que dejan en ti yo las deshago.

El olor a playa es muy característico, se compone esencialmente de algas y crema solar, aunque según mi madre, también huele a barquillos.
Las chanclas resbalan sobre las pequeñas dunillas y la arena te raspa en la planta al meterse entre tu pie y el plástico de extraña gomaespuma. Acabas por quitártelas y empiezas a notar el calor de los granos, que es cada vez más insoportable; terminas caminando de lado y la arena se jacta de poder trepar hasta el empeine y jugar entre los dedos.
Cuando parece que no vas a poder aguantar más ese calor tan horroroso llegas a la orilla, donde los granos se ven obligados a acallar su prepotencia al contacto con las olas, y se muestran agradablemente frescos y compactos. Cuando una ola alcanza tus pies y regresa a su mar como esperando que la persigas, percibes que la fuerza de la misma ha creado un pequeño hoyuelo alrededor de ellos, del cual tienes que salir por resultarte poco estable. La historia se repite varias veces hasta que una ola más caprichosa decide trepar hasta los tobillos haciéndote retroceder unos pasos para volver a avanzar al rato, ya sin miedo a que otra te alcance las rodillas. Alguna mordaz piedrecilla se te clava en el talón y te hace dar un paso al lado contrario, buscando de nuevo la suavidad de la que ahora te parece una superficie tan suave e ideal. La arena te recibe dejándote hundir el empeine y resbalando por él cuando das otro paso más. 
Poco a poco vas metiendo todo el cuerpo, con ayuda de algunas olas libertinas que se empeñan en alcanzar cada vez partes más altas. La arena vuelve a tornarse caprichosa y se entremezcla con el pelo descendiendo hasta los ojos. Ahora ya no le haces caso, las olas se han convertido en lo importante y los algunos granos celosos se ocultan entre los pliegues del bañador. No volverán a aparecer hasta que te des una ducha en casa.
Al salir, la arena seca, envidiosa de aquel agua salada, se agarra ávida a toda piel mojada que ose tocarla. Al cabo de un rato de caminar sobre ella se siente más segura y empieza a despegarse. 
De vuelta al coche llega la parte más difícil: los pies están limpios de la misma pero siempre queda el dichoso riachuelo que cruzar y un trecho más de arena seca. Para no enfadarla, procuras prácticamente levitar sobre el agua con las chanclas, apoyando levemente la suela, pero irremediablemente unas gotas de agua, esta vez salada solo en potencia, se cuelan entre los dedos; la arena, que espera al otro lado, ardiente de celos, se aferra con mucha más gana a cualquier parte húmeda de la piel. Por más que te esfuerzas por no rozar los granos, caminando despacio y suavemente, los más atrevidos, terminan llegando hasta tus pies y tienes que acabar cediendo: te quitas las chanclas y caminas de nuevo por aquella superficie abrasadora. Ya más tranquila, la arena decide despegarse, sin embargo algunos de sus más condescendientes vasallos permanecen adheridos para asegurarse de dejar constancia. Los demás se quedan, esperando a los siguientes pies que se atrevan a cruzar mojados.



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