24 ago 2013

Una historia de amor llena de sal

El amor que profesan las olas a las rocas no es ningún misterio. Esta historia de amor sigue viva desde hace años y no parece dispuesta a desgastarse.
Las olas, presurosas y coquetas, se preparan todas juntas desde mar adentro, se adornan con cenefas blancas de espuma en sus crestas y avanzan hacia la orilla. Algunas van decididas, deprisa, con galantería, sin prestar atención a las jóvenes que, también enamoradas, avanzan con menos seguridad en la misma dirección.
Las rocas las ven venir desde lejos e, impertérritas, contemplan su baile sensual de agua sin dignarse a seguirlas con la mirada según estas van acercándose. Al sentir su roce húmedo permanecen igual de firmes y, con la misma indiferencia, miran al horizonte.
Una tras otra las olas van intentando llegar a sus amadas, llamar su atención con un baile frenético de marejada y, a pesar del desinterés de estos, no cejan en su empeño; lanzan al viento sus cenefas de sal y estas quedan prendidas en los mejillones adheridos a la piedra, convertidos, por estar tan cerca de las rocas, en la envidia de las desesperadas olas.
Una ola joven se acerca temerosa a un hermoso y alto peñasco al que podía ver desde alta mar a la luz de la luna y del que se enamoró casi sin darse cuenta. Solitario, separado del resto de rocas, con su enigmática actitud, exenta del resto, provoca en la tierna ola un sin fin de sensaciones que la animan a acercarse un poco más y rozar su piel sumergida, cubierta por las algas. Prueba, como sus compañeras, a lanzar, con la mayor gracia posible, su cenefa salada, pero apenas le roza el cuello a aquella impertérrita mole. No quiere rendirse y durante horas intenta llamar la atención de su amado, le acaricia, intentando llegar a su boca, pero no tiene suficiente fuerza para alcanzar su beso.
Sin embargo, a pesar de esa aparente imperturbabilidad, el amor de las olas es mucho más fuerte que cualquier apatía y ciertas partes de las rocas acaban desprendiéndose de su origen, como todo amor que siempre se lleva algo de nosotros, dejándonos pequeños vacíos que solo pueden llenarse de memoria.
Y es que llega un momento en el que las rocas se dan cuenta del amor de las olas, son capaces de sentir su beso, su caricia, porque de un momento a otro puede subir la marea.


2 comentarios:

  1. La constante labor del agua transforma los litorales y el subsuelo y acaba convirtiendo en arena fina lo que fueron dura roca. Así el amor (¡Ay!)

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  2. Eres buena Alicia, mucho. Y te lo dice alguien que conoces, pero te lo dice por aquí por el hecho de que si te lo dijera en persona podrías pensar que lo hago por compromiso o peloterío, pero lo cierto es que vales para esto. Un saludo y sigue con ello :)

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