Miró una vez más su reloj. Llegaba tarde. Ese autobús cochambroso estaba que se caía. Podían renovar de vez en cuando los metropolitanos. Son como la chusma autobusil, la clase baja que a nadie le importa. Son sucios, feos y viejos. Y además huelen mal. Este en particular debía de tener el motor atrofiado porque, para colmo, hacía un ruido insoportable.
Ya notaba que empezaba a ponerse nerviosa. "Deja de meterte con el pobre autobús", pensó "ya está llegando."
Dando un frenazo poco agradable el maldito trasto paró por fin en frente de la parada. No había nadie. Al menos no había nadie donde debería haber alguien. Ay... qué raro. Qué miedo. Bueno, tranquilidad, se dijo.
Bajó del autobús y se quedó desorientada en meido de la acera. Le pasó eso que nos pasa a todos alguna vez al no saber donde meternos cuando hemos quedado con alguien que aún no ha llegado. Sacó el teléfono, como solemos acabar haciendo siempre. Menú, contactos y... unas manos le rodearon la cintura suavemente. Fue como si pasara a cámara lenta. La caricia, como redonda y amable, la hizo darse la vuelta entra asustada y gratamente sorprendida al descubrir quien era el autor de la misma. Le recorrió un escalofrío. En ese momento la situación se puso tensa. Le echó las manos al cuello y le abrazó, pero esquivó con cuidado su cara para no chocar. Fue divertido. Los dos debieron sonrojarse. Ambos lo sabían y rieron tontamente al descubrirse así. Al fin y al cabo eran niños.
Que los principios te llenen siempre.
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